Los "protas"

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De madre aventurera, hija trotamundos. Una aporta la experiencia, otra el sentido común. La suma de las dos: una serie de vivencias inolvidables y unos recuerdos indelebles.

domingo, 27 de julio de 2014

Trekking por la selva y noche en aldea Akha Pixor

Viernes 25 y sabado 26

Otra cosa no, pero el laosiano es tremendamente puntual. Habiamos quedado con Boun Hong a las 9, teniendo previamente algo de tiempo para nuestro "fao" matinal.

Repartidas las cosas entre tres mochilas, botellas de agua y zapatillas puestas, salimos directamente de la guest house dispuestos a caminar. El primer tramo era atravesar Boun Nea, que de por si ya es un "pueblo longaniza" algo interminable. Observados por muchos y disfrutando de una fresca manyana, llegamos a los confines de la civilizacion para adentrarnos por unos verdisimos campos de arroz.

Poco mas tarde, el camino comenzaba a ascender y estrecharse. Un pequenyo riachuelo cruzaba el camino, obligandonos a descalzarnos. Piedras con musgo y fondos resbaladizos, pero la ayuda de Boun Hong siempre venia a mano. En un par de cruces no volvimos siquiera a ponernos de nuevo los zapatos, sino que recorrimos descalzos algunos de los tramos, no demasiado separados entre si. Yo, secretamente, revisaba a diestra y siniestra en busca de sanguijuelas...

El trekking discurre por una de las pocas zonas de selva virgen que queda en el pais. Menos de un 40 por ciento de la superficie original permanece todavia en pie, mayormente talada por la ocupacion humana, en busca de tierras de cultivo. Aunque son conscientes de que deberian preservarla, la presion demografica, que en los ultimos anyos en Laos es tan brutal que se siguen extendiendo como un mal cancer.

Un sendero estrecho que antanyo era la unica via de comunicacion de algunas aldeas perdidas en las montanyas, que ascendia durante algo mas de cinco horas. Camino embarrado, algo resbaladizo,sombrio en la mayor parte, pero con ocasionales rayos de sol. El tiempo nos dio tregua y apenas cayeron algunas gotas que incluso agradecimos. Boun Hong insistia en hacer paradas ocasionales para reposar, aunque siquiera nos quitabamos las mochilas o nos sentabamos, con lo que finalmente cogia la indirecta y nos permitia continuar.

La parada para comer nos deparo una grata sorpresa. El "sticky rice" y la cocina de Boun Hong estaban realmente exquisitos y, en nuestra improvisada mesa de piedra con manteles de hoja de platano, nos supo realmente a gloria.

Insectos escandalosos, alguna ridicula y asquerosa sanguijuela, ruidos indefinibles, lluvias de hojas que hacen temblar la maleza y girar la cabeza, juegos de luces y sombras, calor, humedad, alguna rafaga perdida de viento... Y, por fin, una pequenya bajada, la calzada que nos llevaba directos a la aldea.

TBC....

De Udon Xai a Boun Nea.

Miercoles 23

Una jornada preciosa, una carretera increible ... aunque Areia la disfruto entre bolsas de plastico y arcadas de mas. Casi 200 kms de curvas, baches y agujeros, rodeados de un verde intenso, pequenyas aldeas coquetas, montanyas y tribus dispersas que se van mezclando con la modernidad.

Salimos a las 9. Llegamos sobre las 16. Con mucho polvo y muchas ganas. Jornada previa a nuestra escapada a la selva.

De LP a Udon Xai

Martes 22

Puntuales como un reloj, a las 8 venian a recogernos al hotel para llevarnos a la estacion. Pasamos por otra guest house y alli recogimos a una familia de holandeses que compartian destino hasta la mitad y luego se dirigian hacia el oeste. Su intencion era luego volver a Luang Prabang y bajar por la carretera con bicicletas, con sus dos ninyos de 9 y 10 anyos aproximadamente. Todo un plan.

(continuara)

El largo viaje a Luang Prabang

Lunes 21 

El viaje prometia.

Un trayecto de mas de 400 kms en un bus nocturno con lo mas parecido a camas que puede haber. Emocion. Tal vez el vehiculo mas lujoso que hayamos encontrado en nuestros viajes. Pareciamos ninyos pequenyos jugando con los asientos totalmente reclinables. Tres filas en el ancho del bus, dos alturas. Curiosamente -o no- todos los occidentales estabamos en la parte de arriba. Sera por que tenemos las piernas mas largas? Sera porque si ruedas caes al vacio? Sera porque somos tan raros que piensan que nos gusta hacerlo mas dificil??? De cualquier modo, estabamos entusiasmados. Tanto que hasta logramos dormir los primeros 30 minutos. Debio ser la emocion. Luego anduvimos con los ojos como platos hasta que el conductor paro a hacer la parada de rigor.

Sobre las 23 horas el billete incluia un "fao". Parada breve pero suficiente y precediendo lo que esperabamos fuera unas horas de descanso.

Pero el conductor debio pensar que a el tambien le iba a entrar el suenyo. Asi que, que mejor que poner algo de musiquita para animar??? Yo recordaba esas escenas de infancia en las que, el gitano de turno salia con el sintetizador, dejaba un ritmo sonando y luego le daba a un par de teclas creando una pseudo melodia. Si a eso le anyades una voz masculina gangosa y una femenina irritante y aguda, entonces tienes la mezcla perfecta de musica laosiana.

Y el hombre no paro.

Consegui hacerme unos tapones con papel higienico. Amortiguaban un poco pero, al estar en primera fila, malamente podia huir. Le pegue dos gritos pero me ignoro. Desesperada, me enrolle un panyuelo en forma de venda en orejas y ojos. Ni con esas... A eso de las 4 cai de pura desesperacion. Pase el rato observando a Areia y Miguel, tambien tratando de descansar, y una mujer que estaba bajo de mi, protegiendo y sin quitarle el ojo a su bebe, con ese instinto maternal que te quita el suenyo, te mantiene alerta y que te tiene recogiendo los miembrecillos que se van saliendo y dando pataditas a los vecinos colindantes. Esa ternura me tranquilizo, me sirvio de sedante para no matar al conductor.

Por fin, a las 6 de la manyana, tras 9 horas de tortura musical, llegamos a Luang Prabang.

(continuara)

Vientiane, la modesta capital

Sabado 19 y domingo 20

Llegamos agotados y partidos en trozos, por lo que merecia la pena indagar por esta modesta y atipica capital del pais, que mas bien parece un pueblito grande con ilusion y orgullo. Dos dias para repararnos. El sabado por la noche aterrizabamos recien llegados de pulular por BKK y necesitados de horas de suenyo.

14 horas mas tarde, cual manyana tonta de domingo, abriamos los ojos pasado el mediodia. No solo jetlag sino una semana de suenyo acumulado y dificultades superadas. Nada mejor que empezar por ir al mercado local y probar una comida al uso. Nuestro primer  "fao", un bol inmenso de agua "sucia" con cosas flotando, a las que le anyades todos los aditamentos posibles para dar color a los fideos de arroz que nadan solitarios y tristes. Botellas de picante, salsa de pescado, chili, limon, pasta en bote, pimienta, botes de chiles aderezados y siempre un plato fresco de hierbas entre las que abundan la albahaca, la menta, algunas judias desconocidas para nosotros y otras hojas verdes que no llegamos a reconocer.

Listos para explorar la ciudad con el estomago lleno... Y medio dia por delante!!!

(continuara)

Laos, el viaje imprevisible

De como acabamos en este pais, las peripecias para llegar hasta el y los intensos momentos que precedieron nuestro viaje (to be continued)

viernes, 31 de enero de 2014

Kuala Lumpur

Si el calor ya me había golpeado en mi llegada a Jakarta, en Kuala Lumpur la humedad hacía que se me pegara la chaqueta de cuero (antes muerta que sencilla) que llevaba puesta.

Compré un ticket de taxi prepagado para ahorrarme dolores de cabeza y, tras caminar otros 300 metros (más los 700 que te hacen patear por la pista hasta que puedes encontrar la salida) y sin mucha más dilación, estaba de conversación con un conductor dicharachero y escuchando a los Escorpions de fondo.

Si hay algo que - definitivamente- te deja absorto a medida que te acercas a KL, es la visión de las torres Petronas. Son hipnóticas. Desde lejos, desde cerca, de día o de noche, no puedes dejar de mirarlas porque, aparte de altas y sobresalientes, son bellas. Sinceramente, las encuentro mágicas. Por suerte, mi hotel estaba justo a la vera verita de las torres, con lo que mi cuello se iba girando constantemente para poder observarlas.

Era bien pasada la medianoche cuando Danny me recibió con la mejor de sus sonrisas y me ofreció algo de beber. Estaba tranquilo, así que nos pusimos a conversar y se emocionó cuando supo que había visitado la zona de la que proviene. Ya tenía un aliado dentro.

La verdad es que el hotel era impresionante. Aunque mi habitación estaba en el piso 7, era más bien un piso. Cerca de 50 metros cuadrados, con una inmensa entrada, comedor, sala, cocina y un baño espectacular. Un piso de lujo, a decir verdad.

Casi hasta me apetecía bailar, saltar, tomarme todas las bebidas, meterme en la bañera y ducharme, solo por probar todo lo que tenía que ofrecer. Pero en su lugar, preferí irme a descansar para llegar al sábado sana y salva.

Pero el reloj biológico es un puñetero y a las 7 estaba con los ojos abiertos. Después de pelearme con la almohada y dar unas cuantas vueltas, lo siguiente que supe es que housekeeping venía a hacerme la cama. Justo a tiempo para lavarme la cara y bajar a desayunar.

El buffet del restaurante era para quitar el hipo. Eso sí, para los rezagados como yo, hay que avisar que hagan acopio de comida antes de que lleguen las 10.30, porque a las 10.31 no queda absolutamente NADA. Todo se retira con una celeridad que asusta.

El plan era claro y sencillo. Piscina, relax y calma.

Hasta que llegó Victoria y lo fastidió. Subí a la piscina pero ya había demasiada gente para mi gusto (más de tres es multitud). Me fui a ver las zonas de relax, merodeé por el gimnasio, tanteé la temperatura del agua del jacuzzi.. Y decidí coger los trastos e ir a explorar la ciudad.



En Kuala Lumpur el 99% de la población, fija y fluctuante, hace lo mismo: Comprar. Cuando preguntas a cualquier hijo de vecino lugares interesantes, te señalan todos los centros comerciales, esos gigantes "mall" con marcas de lujo y caprichos para todos los bolsillos (siempre que estén lo más llenos posible). Yo no quería encerrarme en un laberinto, ni tenía pensado volverme loca comprándome modelitos. En el mapa vi que había una mezquita, un barrio chino y un "Mercado central".

El reto fue encontrar la parada de metro. Indicación básica: Bajo las Petronas. Perfecto. Las torres las encontré a la primera. Punto para mi. Incluso me metí y, después de varias intentonas, hasta supe encontrar la taquilla. ¡Ingenua de mi! Me habían avisado que había cola todos los días y aquello estaba tan despejado que pensé que era entradas para la filarmónica. Resultó que ya se había vendido el pescado. No sólo para el sábado, sino también la pre-venta para el domingo. El chico, muy majete él, me dijo que si quería pillar algo, mejor estuviera a las 8, incluso a las 7.30.

¡Ale! ¡Para el mercado se ha dicho! Por suerte, ya tengo cogido el truquillo a los metros asiáticos y, siempre que sean legibles los caracteres, está chupado.

En unas cuatro paradas, me bajé para ver una de las mezquitas más icónicas de KL, Masjid Jamek, pero estaba cerrada por rezo en esos momentos. Me conformé con verla desde fuera y echar unas fotos desde la barrera. Me encaminé hacia el mercado central, que estaba a dos pasos.

La zona donde está Pasar Deni es cutre y decadente. Las casas se pelan como quemadas por el sol, se desescaman como serpientes renovadas, sólo que la segunda piel no aparece por ningún lado. El mercado es un gran edificio azul pastel donde se apiñan decenas de tiendas de recuerdos. El ambiente es tranquilo y relajado, nadie de agobia, ni te llama al interior de las tiendas. Se puede pasear con toda tranquilidad. Los malayos, en general, son muy relajados. Después de reponer fuerzas también con un par de dim-sums, me acerqué a Chinatown, a la vuelta de la esquina.

Han dejado a los chinos en la calle principal, Petaling Street, pero en cuanto te sales a las laterales, los hindúes lo inundan todo. Imitaciones de bolsos de marca son el producto favorito, pero la imaginación no tiene límites y, como suele suceder, los chinos son los artistas de la reproducción en masa, los artífices de los falsos sueños, la alternativa al codiciado objeto de deseo.

Nada mejor que sentarse con un zumo de algo (es lo que había pedido, aunque vino un vaso de agua con cosas flotando) y observar el devenir de la cotidianeidad. El inminente año nuevo chino, el año del caballo, daba forma a muchas de las ofertas propuestas. Aproveché para comprar también mis bien amados caramelos de gengibre y decidí empezar a plegar alas.

De camino al metro me topé con un nada discreto templo hindú. Dejé mis zapatos en depósito para colarme en una de las situaciones más peculiares que he visto jamás en un santuario religioso. Bajo el techado, una treintena de personas estaban distribuidas en pequeños grupos, con cientos de "latas" abiertas y contando billetes y monedas. Cientos. Miles. La recaudación de un año de donaciones. Aquello era como colarse en el banco de España a pequeña escala (o visto como tenemos la economía igual hasta lo supera). No se puede negar que los feligreses son generosos. Había que ver la maquinaria que tenían puesta en marcha.

Entre tanto, los monjes proseguían su marcha habitual. Llegué justo a la hora en que lavaban y vestían los iconos, mojándolos con agua y jabón, poniéndoles coronas de flores y vistiéndolos con telas brillantes. Acabaron invitándome a té y pakhoras, el pequeño tentempié de los voluntarios.

Estaba cayendo la noche, así que regresé al hotel, esperando dejarme guiar por las luces de las petronas. De momento, tenía que conseguir salir del laberinto del centro comercial. Subí decenas de escaleras mecánicas, las volví a bajar, crucé pasillos, pero no conseguía orientarme. Desesperada, pedí ayuda. ¿Dónde quieres ir? - me preguntó el chico. "Sólo quiero salir al exterior"- le contesté casi llorando.


Pegué un bocado, recuperé fuerzas y me fui a disfrutar de ese espectáculo nocturno que son las torres iluminadas. Obviamente las "selfies" no salen tan sofisticadas cuando el brazo no da para más, así que una chica me preguntó si quería ayuda para tomar una foto. La verdad es que hasta en eso he llegado casi a la autosuficiencia. Lo bien que funciona el autodisparador!!!

KL estaba pletórico, radiante y vivo. Los bares de las aceras rebosaban de actividad, música y marcha.

Momento de retirada para mi. Un baño de vapor, una sauna, un jacuzzy, a recuperar fuerzas y a la cama.













martes, 28 de enero de 2014

Yakarta. Transición.

Jakarta no es una ciudad de luces y sombras, Jakarta es directamente, oscura.

Tal vez es una de las capitales menos atractivas de Asia. Incómoda para manejarse, demasiado extensa, con pocos atractivos, carencia de aceras por completo y, para el colmo, sufre los atascos más monumentales del planeta. 

Debo decir, eso sí, que cuando aterricé en Soekarno-Hatta, me invadió una alegría indescriptible. Era como estar en casa. Calor, sonrisas, un lenguaje comprensible (el indonesio es, sin duda, de lo más accesible lingüísticamente en la zona), rostros afables y risas. Por supuesto, también el caos, la humedad, el desorden, la suciedad. No era mi primera vez en la ciudad. Es más, hacía pocos meses que había pasado por ese mismo escenario. Tal vez víctima de esa cercanía, bajé del avión y me quedé junto a la cinta que traía los bultos de Taipei. Al ver que allí no quedaba nada y mi maleta no aparecía, me entró un conato de desesperación. Sólo pensar que tenía que irme de compras me estaba entrando sudor frío. Pero un amable currante se me acercó. Le dije que había volado con China Airlines y que mis bultos no aparecían. Resultó que habían llegado dos vuelos de Taipei a la vez (manda huevos, teniendo en cuenta que sólo había 4 cintas abiertas) y estaba un poco más para el fondo. 



Maleta en mano, agotada por el madrugón y el vuelo, di instrucciones a mi taxi para llevarme al hotel que había reservado. Ya que iba a estar en una ciudad tan anodina, me busqué un hospedaje de lo más original. 



El Artotel es nuevo en la city, tiene un enfoque muy distinto a todos los hoteles internacionales. Es evocador, original, artístico, divertido, fresco y diferente. Además, es cómodo, ofrece todos los servicios deseables y un precio más que razonable. Unos 45 euros la doble por noche. Pedazo de buffet incluido en el desayuno.

Salí a dar una vuelta, pegar un bocado y retirarme cuanto antes. Después de 90 minutos metida en un coche tratando de llegar a destino, lo que apetece es desconectar. 



Una transición necesaria, breve y contundente.

lunes, 27 de enero de 2014

Taipei, the city of lights (con el permiso de Paris)

Taipei siempre será para mi, la ciudad de las luces. Lo fue la primera vez que la conocí, 13 años atrás. Me impresionó aquel aspecto que me recordaba a Blade Runner, un paso en el futuro. Todos estos años más tarde debería haberme acostumbrado a tanto neón pero, a decir verdad, la profusión de color en tantísimas gamas y – ayudado de la tecnología más avanzada- efectos especiales, seguía fascinándome.


Aterricé en Taipei no demasiado tarde. Bajar de un 747 y meterse directamente en un Mercedes negro en el que se puede jugar un partido de fútbol detrás, es una sensación un tanto desconcertante. Pero sólo quería llegar. En el Cosmo Hotel me recibieron con los brazos abiertos y una habitación VIP. Eso es lo que se llama una entrada triunfal. No sólo estaba en el piso 17, el último del edificio, sino que en un piso “exclusivo” con apellido “business”, un inmenso jacuzzi y un baño para poder bailar en él. Y esos váteres que me entusiasman, con todas las funciones posibles y, sobre todo, la fantástica sensación de sentarte y que no esté la tapa fría. Emocionada pero agotada, preparé minuciosamente mis trastos para el día siguiente y me fui a dormir.



Los 5 minutos de espera para bajar al primer piso a desayunar, valieron la pena. Un inmenso restaurante, provisto de todas las variedades de comida inimaginables, rebosaba de comensales a una hora medianamente temprana. Familias enteras,  hombres de negocio, algún turista despistado y mucho, mucho ruido. Un trasiego de gente constante arrasando con los “baos” y los croissants por igual. Como te despistaras un rato, el stock ya se había agotado.


Preferí no extasiarme. Tomé un taxi hacia mi destino, que me depositó en un santiamén.
Mi reunión fue una de las que tildaría de intensas. Preguntas lanzadas a diestro y siniestro. Un auténtico tercer grado. Gente encantadora pero directa y puntillosa. Hicimos una pausa para comer. Habían preparado un verdadero banquete con el Comité de dirección. Cuatro hombres, tres mujeres y yo. Un restaurante llamado Lawry’s, uno de los más “posh” y pijos posiblemente de la ciudad. Y, para colmo de mis alegrías, la especialidad de la casa eran los enormes, sangrientos, suculentos y rojizos bistecs. ¡Todo un acierto para una vegetariana! En estas ocasiones me trago mis principios y prefiero dejarme llevar por la cortesía. Habían elegido el lugar con toda la intención. No iba a ser yo quien les dijera que prefería un dimsum de espinacas. 

El comité de dirección al pleno me sometió a un tercer grado. Si ya masticar la carne me venía cuesta arriba, además tenía que hacerlo con eternas pausas. Las camareras iban disfrazadas con un modelito de falda de vuelo marrón corta cortísima, un delantal blanco y una cofia a juego que más bien tenía que ver con algún sueño erótico que con un buen paladar. Nos hizo un numerito para echar la salsa sobre la ensalada, nos fue preguntando personal y dulcemente nuestras preferencias y nos trató como clientes VIP, como Lawry’s hace con cada comensal. El director general (un sudafricano jocoso y bromista) se despidió para coger su coche (con conductor, claro está) mientras que nosotros cubrimos los apenas cinco minutos de caminata de nuevo a las oficinas.

Otras dos horas de reunión me esperaban con Recursos humanos. Salí de allí con la noche tras de mis espaldas. En apenas 20 minutos, tras media docena de paradas de metro, llegué al Cosmos de nuevo.

Barajé varias opciones:
a)     Subirme a la cinta, correr un rato y luego premiar mi sudor con un jacuzzi.
b)      Saltar el trozo de la cinta y hundirme directamente bajo el agua y la espuma
c)       Escaparme al mercadillo nocturno de Shilin.
Cualquier que me conozca levemente sabrá que opción tome…
En efecto, la C.

Me puede el genio. Y eso que estaba total y absolutamente rota. Pero las luces, los olores, la música y el gentío me sacan ese alter ego que parece dormitar por momentos. Apenas había 4 paradas de metro, era el mercado nocturno más fácil de acceder. Y en Taiwan siempre son sinónimo de alegría y diversión.



En Shilin hay de todo. Incluso un miércoles noche como era el caso, la actividad nunca cesa. Mi parte favorita siempre es la de la comida, pero también puedes dejarte los new Taiwanese Dollars en ropa, zapatos, artesanía, complementos o jugándotelos a explotar globos y a pescar peces en un estanque. Yo me los gasté en un “stinky tofu” para empezar. La verdad es que el nombre no era muy evocador. Y, si soy sincera, estaba bueno, pero no sé si repetiría o acabaría por vomitar. El olor era un tanto “peculiar” (de ahí el nombrecito de marras). Probé después con un zumo de arándanos para compensar. Y, como no, con una empanada de cebollino. Exquisita. Para rematar, unos pastelitos de huevo y una “horchata” de almendra. ¡Para relamerse de gusto!


Con toda la emoción de la algarabía, me di cuenta de que eran casi las 23. Tenía que levantarme a las 5.30 para ir al aeropuerto y volar hacia mi próximo destino- Jakarta. Era cuestión de empezar a plegar.
Desde mi habitación seguía observando esas hipnóticas luces que siempre me harán soñar y volar hacia otros mundos. El “futuro” llegará un día pero, ¡siempre nos quedará Taiwan!














¿Por qué el sol nace en Japón?


Por razones obvias: porque no hay país más organizado en el mundo. Se lo han ganado a pulso.

Si lo hubieran intentado con Indonesia, o con Vietnam, incluso con Tailandia, seguro que en alguna ocasión el astro rey se lo habrían dejado en algún carromato u olvidado en un rincón. Seguramente tomando un té en una esquina, o un “pho” en alguna acera atiborrada. Pero los japoneses no… Seguro que tienen un circuito integrado con un chip supergaláctico que enchufa en sol todos los días y, además, hasta controlan la intensidad.

¿Qué nación, si no, haría ladrillitos de arroz para ponerles un sombrerito de pescado para luego mojarlo en un batiburrillo de salsa salada y pasta rabiosa a morir, y zampárselo todo de un bocado?

¿Quiénes esperarían pacientemente – siempre- a que el semáforo se ponga en verde para cruzar? Ya pueden estar en medio del Kalahari, con tres coches al año de media que no, no atravesarán la calle hasta que no obtengan permiso.

¿Acaso alguien deja salir antes de entrar? Por supuesto, los nipones, además, se apartan a un ladito. Para que no les pises sus brillantes zapatos y, por supuesto, no les roces de más.

¿La pasión por el karaoke? ¿La locura de disfrazarse como las muñecas manga? ¿La ausencia total de vergüenza propia y ajena? (esa última me encanta, ¡si señor!)

¿Y qué me decís de las mascarillas? Yo todavía no sé si es para protegerse ellos o para cuidar al mundo exterior. ¿Será que se levantaron con un germen en la almohada? ¿Su escáner particular detectó un organismo agresivo? Yo estoy convencida de que algún avezado empresario les ha convencido de que es necesario usar esos tapabocas tan desagradables. Eso sí, no se os ocurra nunca (repito: Nunca) toser en el metro. Os jugáis la expulsión del país. Vetados forever. Con esas cosas no se juega. Uno de mis momentos más críticos en estas últimas semanas fue cuando sentí un picor de nariz. Ni siquiera estaba en el vagón, sino en los pasillos, pero de pronto todo se nubló. Cesé de respirar por unos segundos, me concentré en los transeúntes y en ese anuncio amarillo con un dibujo de un señor grosero y maleducado soltando gérmenes en público. Conseguí no estornudar (con lo que a mi me gusta esa sensación), miré a mi alrededor y salí dando saltitos.

La verdad es que Japón es otro mundo. No es de extrañar que les vaya como les va. Son especiales.

Me hubiera quedado a explorar un largo rato la cultura nipona unos días más, pero tenía que dar el salto a Taiwan. Después de una reunión fructífera e intensa, tomé fuerzas con un plato de muchas cosas juntas, todas ellas crudas, que me provocó un intenso retortijón. Mi sistema digestivo no está habituado a tales palizas. Pero, prueba superada, recogí los trastos del hotel, seguí al pie de la letra las instrucciones del recepcionista para llegar con metro y tren a Narita y ahorrarme los 140 euros de taxi que te sugiere el tarifario. Una barbaridad (y más aún cuando tienes un tren expreso estupendo que te deposita en 40 minutos).



Sayonara, Japón.

jueves, 23 de enero de 2014

Tierra de frikis

El lunes por la mañana me deleité con la cascada de la ducha y, lista para mi jornada laboral, bajé a desayunar. Tres opciones: goulash de ternera, curry de pollo o sopa de pollo. ¡Iremos a por la tercera! Me pareció el menor exabrupto a las 8 de la mañana. Yuko me había enviado las instrucciones necesarias para llegar a la oficina, indicándome incluso la salida del metro que debía tomar. Me di cuenta de que había un error y que, o bien me había dado el nombre equivocado o se le había ido la olla en el número de estación. Apelé a mi intuición y a alguna virgen desconocida y acerté, dando a parar con mis huesos en el lugar correcto, no sin alguna indicación más por parte de algún amabilísimo nipón.


Hacer negocios con los japoneses también tiene mucha gracia. Ellos en general  son el paradigma de las buenas formas. Se pasan el día inclinándose, sobre todo para despedirse. Es como si nunca quisieran decir adiós de verdad. Y cuando saludan- especialmente cuando entras a un local- lo hacen con tanto entusiasmo como si no te hubieran visto en años (que en mi caso es así, pero no me lo tomo como algo personal). Son un espectáculo.

Mi reunión transcurrió estupendamente. Aquí (al igual que en Corea) les encanta hacer preguntas, algo que a mi me entusiasma, porque denota su interés (y conocimiento). Trajeron algunos sándwiches para celebrar, con su inevitable té verde, caliente o helado, y algunas ensaladas. ¿¡Cómo no van a estar así de estupendos?! La verdad es que la comida es fantástica. Como en todos sitios, hay guarradas, pero cuesta ver algún gordo y la obesidad brilla por su ausencia. Están todos hechos un figurín.

De vuelta en Akihabara, estuve trabajando un rato, pero no quise esperar a la puesta de sol y me lancé de nuevo al metro, está vez con transbordo y todo hacia Asakusa, donde está el templo Sensoji, uno de los más reputados de Japón. Más que un lugar de veneración parece un centro comercial, con calles de tiendecitas alrededor que convierten en inevitable alguna transacción. Yo estaba famélica, porque de los bocatas en rollitos que habíamos visto, apenas caté un par tratando de contestar todas las preguntas. Me compré una galleta que resultó ser de soja y que la dependiente mojó en salsa y me ayudó a soportar la sensación de vacío, sobre todo porque la tuve pegada a las muelas durante el resto de la tarde.

El complejo es muy curioso. Existe un kiosquito en medio donde la gente compra palitos de incienso, los quema y se impregna con el olor, atrayéndolo hacia sí con las manos. Luego van a la fuente (¿¿de la eterna juventud?? ¿Delgadez?) y beben de su agua (eso sí, con lo miradísimos que son, se sirven del cazo en la mano y beben de ella no sea que se contagien algo. Lo último que tienes que hacer, es comprobar tu suerte. Para ello, hay una especie de armaritos de madera con decenas de cajones, cada uno con un número correspondiente. En una caja de metal hay el mismo número de palitos con la cifra escrita en ellos. Le pegas un meneíto a la caja, sacas un palillo y, buscando el correspondiente cajón (lo cual en sí ya es un curro, porque está en japonés) sacas el papelito con tu destino. A mi me salió el 57 (¡¡si supe leer bien los simbolitos!!) que dice algo así:

“Es casi imposible cruzar un río demasiado ancho, las olas son demasiado fuertes, no puedes llegar al otro lado sin un barco. Pero si tienes la oportunidad de cruzar el río cuando las olas se calmen, puedes conseguir los medios suficientes para pescar un pez gigante”

Ha quedado todo dicho, ¿no?
Luego añade: “Tu deseo será concedido. El paciente sanará pero le costará un poco. Lo que perdiste lo encontrarás pronto. La persona que esperas, llegará tarde. La construcción de la nueva casa y la mudanza van ambas bien. Tu matrimonio y tu trabajo están ambos bien, pero tendrás suerte a medias”.


Un triunfo, vamos… pero no he de creérmelo demasiado por si bajo la guardia. Y mojarse, no se moja demasiado (bueno, si no te esperas a que las olas bajen, claro está)

El sol se había puesto ya y, aunque todavía peleaba por despegarme restos de galleta de las muelas, ¡qué mejor que mezclarlo con un pastel de boniato! La combinación ideal. Otro chute bien denso para aguantar el trayecto de vuelta.

El metro de Tokio es toda una experiencia. Reconozco que no llegué a pillar hora punta, pero sí vagones bien repletos de gente. Si desconoces el sistema tarifario, puede llegar a ser un reto conseguir un billete, pero una vez lo entiendes (y es similar a otros lugares de Asia), lo complicado radica en encontrar siempre la “interpretación” en inglés. ¡No os imagináis lo que puede llegar a ser tirarte a buscar simbolitos en todo un panel! En realidad, tienes que ver tu estación de partida y llegada. Un mapa esquemático te marca la tarifa correspondiente y tú sólo has de comprar en la maquinita el billete de la cantidad correspondiente. ¿Fácil, no? Eso sí, también has de acertar la fuente, porque tienes las líneas de tren JR, las de metro y las super rápidas de la muerte. En una estación común no tienes mucha pérdida, pero en Akihabara, por ejemplo, se juntan las tres. ¡Vete y busca!

En cada andén del metro hay 3 “empujadores”. Esos señores estupendísimos, aseadísimos con su gorra de plato, uniforme impecable y con un lenguaje corporal muy expresivo. Uno de ellos va con su micro, su altavoz o a grito pelado, pero va marcando las pautas. Entre ellos se van “chivando” si está despejado el horizonte y le dan el visto bueno al conductor. 30 segundos. Es lo que tiene establecido el tren para parar en cada estación.

En el suelo están marcados los puntos de entrada de cada puerta y la gente hace cola ordenadamente esperando el convoy. Curiosamente los dibujos se trazan muchas veces en diagonal a la puerta, para ceder el paso a los que están saliendo. Y ellos, como no, obedecen diligentemente. ¿Cómo no va a funcionar el país así?

De vuelta en mi barrio, me metí en los grandes almacenes de electrónica. En el octavo piso había un “food court”, con muchas opciones pero me habían recomendado el sushi bar. Todo un reto para los reflejos rápidos y una pesadilla para la indecisión. Todo el local está montado entorno a una barra corrida en forma, en cuyo centro están los cocineros preparando los platos. Una cinta deslizante va pasando los platos, que aparecen sin ton ni son en el orden que a los chefs les apetece. La camarera te trae un menú por si, además, quieres pedir algo, con los precios de las piezas y los códigos de los platos. Para beber, tienes un bote con polvo de té verde y un grifo por el que sale agua caliente. A discreción.

Y, ¿cómo funciona el tema de la cuenta? Fácil. Vas acumulando platos a tu vera, cada uno de un color, dependiendo de la cuantía. El primero que cogí, monísimo él, púrpura y dorado, el más caro de todos, 498 yens (unos 3,5 euros). Probé todo lo que se movía (literalmente), desde huevas hasta morena, pasando por pulpo, atún, cangrejo, gambas, y peces que no sabría interpretar. Presentados como nagiri (con arroz) o como maki (envueltos en alga) no sabría decir cuál estaba mejor.  Tuve que parar porque pensé que reventaba y mi cuerpo no está acostumbrado a tal dosis de proteína animal. Me tuve que racionar también el wasabi porque, por un momento, los ojos se me salían de las órbitas. Cada vez que entraba o salía alguien, camareras y cocineros le daban la bienvenida con grandes aspavientos. ¡Así da gusto que te alimenten! Los clientes avezados pedían muchas veces directamente las piezas a los cocineros. Yo, como palurda con méritos, me limité a mirar y zampar. ¡Ya tenía suficiente con el pase de modelos inagotable ante mi atónita mirada!
Cuando ya estaba a punto de reventar, llamé a la moza de turno, que vino con un escáner, lo pasó por los platos y calculó el precio final. “Cagüentó” con estos “japos”, ¡lo tienen todo bajo control! Un festín de altos vuelos por unos 17 euros.

De esta guisa no me podía ir a la cama, así que salí a pasear un rato por mi barrio, contemplando los inmensos edificios forrados con carteles de manga, las vallas publicitarias con esas muñequitas de calcetines hasta la rodilla y faldas plisadas. Las casas de máquinas de premios estaban a rebosar y el tránsito de personal a las 22 horas era extraordinario. Vi una tienda que se llamaba “Pop Life” y decidí entrar a cotillear. Lo primero que me llamó la atención fueron los posters de inmensas delanteras con escotes imposibles (de dibujos animados) pero, en cuanto puse un pie, me percaté de que no era una tienda de artículos manga, sino … ¡un sex shop de 6 plantas! ¡¡La alegría me invadió!! Una escalera estrecha vertebraba los pisos, de unos 120 m2 de superficie, pasillos estrechos entre los artículos que dificultaban un tanto el paso. En la planta baja, los DVDs. Nada interesante. Una planta masculina, otra orientada a la mujer y cientos de instrumentos que, por mucho que los mirara, no acababa de encontrarles la utilidad. Estimuladores de punto G de lo más sofisticado, tanto que parecían esculturas de bolsillo. Pezones falsos, muñecas de lo más realista, “lenguas” movedizas, cálidos agujeros de bolsillo, ungüentos de olor y sabor. En la parte alta, los modelitos. El dependiente de la 5ª llevaba un vestido de chacha por debajo de la rodilla. Muy erótico- a decir verdad- no resultaba. Me quedé enamorada de la sección de medias. Miraba una y otra con detenimiento. Ya me di cuenta de que había un tipo que no me quitaba ojo. Finalmente se acercó a mi y me preguntó en un inglés roto pero que no daba lugar a dudas “¿Es para ti?”. Educadamente, le contesté que sí. “Y para mi también ¿no?” a lo que, igual de cortésmente le añadí, “No, para mi marido”. Sonrió y cerró la intentona con un “Te quedará muy bien. Es perfecto”.

¡¡¡Guau!!! ¡He ligado en Tokio!

Con el “subidón” y la risa en el cuerpo, ya estaba lista para irme a la cama (sola, ¡claro está!) y prepararme para otro día en el imperio del sol naciente.







miércoles, 22 de enero de 2014

Tokio, la locura nipona

Japón. Los japoneses. Todo ello es un espectáculo. Tal vez es la brecha cultural, las diferencias tan tajantes en los usos cotidianos. Sea lo que sea, no deja de sorprender y a mi me tiene todo el día muerta de la risa (eso sí, bajita para no molestar, que esta gente es muy discreta).

Lo primero que me llamó la atención nada más llegar a Haneda (el aeropuerto más cercano a la ciudad de Tokio) es el control de sanidad. Si en Corea ya me reí con el chequeo, en Tokio te esperan dos señores muy muy serios, con sendas mascarillas, escrutinizando cada pasajero pero, no te relajes, porque una cámara que detecta la temperatura temporal te está apuntando y les chiva hasta el calentón que puedas llevar. Cuidadín, que te están observando.

La agilidad y orden son un rasgo imprescindible en esta parte del planeta.  Inmigración tampoco podía ser de otra manera. Y luego la gente de información, tan formal, tan amable, tan educada. La chica me anunció que no tenía otra manera de ir al centro más que tomar un taxi, dadas las altas horas. Al cambio, 70 eurazos de carrera para 20 kilómetros. El transporte privado es un lujo en esta ciudad. Me sentí como LadyDi en sus últimos minutos en el túnel de Alma. La ausencia de tráfico nos lo hizo más fácil y no tuve que santiguarme.


El Remm Akihabara, el hotel que había reservado, está en pleno centro del “distrito electrónico” de la ciudad. El centro neurálgico de todos los frikis del planeta. El ombligo del vicio: Grandes almacenes de electrónica con plantas enteras llenas de teléfonos, tabletas, aparatos indescriptibles y, como no, lo último en tecnología que todavía no se ha visto en otras partes del planeta. Incluso a  cualquier hora de la noche están que arden. La modernidad no duerme. Se codean además con los edificios dedicados a los vídeo juegos, los comics, el manga, que exuda ese erotismo difícil de entender para una mente occidental. Y, como no, casinos, esos antros de muchos colores, miles de filas, con cientos de máquinas de moneditas y esos rostros, con la mirada fija, esperando que la suerte les salude.
En resumen: Akihabara es pura diversión.

No me puse a explorar el barrio a la 1 de la mañana, que fue cuando llegué, pero sí me quedé embelesada con la vista desde mi habitación en el piso 17. Me habían hecho caso en mi humilde solicitud en la reserva “A nice view to, at least, daydream while in my room”, les dije. Se portaron extraordinariamente bien.

La habitación era de Pin y Pon, con apenas 20 metros cuadrados, todo medido hasta el extremo, pero cada detalle cuidado en exceso, desde el batín, el sillón de masaje, las diferentes conexiones, la supertele (que ni encendí), un baño increíble con ducha de lluvia, cosméticos de calidad, mucho gusto y un váter galáctico, con chorritos por todos lados, posibilidad de calentar el asiento y hasta graduar la intensidad (cariño, apunta, yo quiero uno de esos para nuestra próxima reforma). 


Coloqué cada pieza en su sitio. Lo único que no me cupo fue el maletón, que no está previsto. Tendría que saltar de vez en cuando, pero mirando a las vistas, ¿qué mas daba?

Desde las alturas hasta las profundidades

En Seúl no todo es lujo
Seúl es un hormiguero. La actividad es constante en la superficie, pero el frenesí ocurre mayormente bajo tierra. No sólo tiene una red de metro que conecta cada punto de la ciudad, sino que una gran parte de la vida comercial sucede bajo suelo. Los subterráneos hacen las veces de galerías donde ocurren miles de transacciones y, como no, de refugio. Un lugar idóneo para resguardarse del frío. El sitio perfecto, también, para aquellos que no pueden permitirse pagar un alquiler, sobre todo gente mayor, que ha agotado su pensión (se les otorga sólo por cuatro años) y se encuentra desvalida y sin protección.

El sol volvía a lucir, aunque la temperatura parecía comportarse. Al menos en principio. Mi objetivo era dirigirme hacia el sur, donde se encuentra el inmenso parque de Namsan, el sobresaliente ombligo de la ciudad. Allí se erige la Seoul Tower, una versión coreana de nuestro castizo pirulí, la torre de comunicaciones más icónica del país. El edificio en sí se levanta 236 metros, pero la colina sobre la que se asiente, de unos 300 metros, la hace aún más prominente.

De camino, aparte de cruzar el centro financiero, quise pasar por la catedral. No porque esperara una versión más impresionante que la de Burgos, o un edificio descomunal sino, más bien, para ver el ambiente dominical en un país que acoge un gran número de cristianos. No fue difícil dar con el camino: una hilera de feligreses seguía una seria de hitos sencillos de identificar; monjas pidiendo aportaciones, creyentes echando una mano para buenas causas… Hacía muchos años que no veía una iglesia tan repleta. Estaba llena hasta la bandera. De hecho me quedé boquiabierta, tanto que tomé una foto sin pensarlo, siendo inmediatamente advertida de guardar la cámara y dejar las tomas para después de la sesión. Pedí mil disculpas y me retiré para no interrumpir más la concentración. La devoción era tremenda y muchas mujeres llevaban incluso velo para la ocasión.

Para cuando llegué al “cable car”, me sobraba la bufanda, los guantes y hasta las pestañas. Desde el barrio de Myeongdong se torna todo de subida y es un ejercicio espléndido para estos gélidos fríos de invierno.

El teleférico cuesta 8500 wons de ida y vuelta (6000 por un trayecto) pero merece la pena. Sólo por reírte con los “ooooooooooooohhhhss” y “aaaaaaaaaaahhhss” de los coreanos cuando arranca, cuando pasa por los pilones, cuando se acerca a la base, cuando se balancea… El trayecto en sí es un espectáculo. Llegar a la base de la torre también tiene su gracia. 

Personajes disfrazados, fotógrafos al acecho, hasta peruanos con instrumentos locales dando el espectáculo. Hay para elegir. Lo más llamativo, la fiebre de los candados. Estos coreanos tienen “muestras de amor” por todos lados. El negocio de vender candados es impresionante. Pero también el de comprar notas adhesivas, corazones partidos en dos, o todas las versiones existentes para anunciar y comprometer tu amor a los cuatro vientos.

Ya puestos, decidí subir a la torre. Otros 9000 wons del ala. Visto a posteriori no merece tanto la pena (si estás corto de presupuesto basta con el teleférico). Eso sí, la experiencia es de risa. Por supuesto, los negocios aledaños, desde la foto que te toman nada más entrar y que te venden con fondos diferentes al llegar al piso de arriba (por "sólo" 7 euros), hasta las cientos de golosinas que esperan, como si hubieras gastado todo el azúcar en subir por las escaleras. Y, por supuesto, los souvenirs, las pegatinas, las postales, y todos los gadgets existentes en forma de torre.


La vista de Seúl es espectacular, no lo puedo negar, sobre todo en un día claro como fue el domingo. Y, como  
siempre, lo mejor, observarlos a ellos. 

Cuesta abajo. La parte fácil llegaba. Desembocar en el Namdaemun Market, aún en domingo (muchas de las tiendas estables están cerradas) tiene su gracia. Los festivos es más un mercadillo, con ropa barata, efectos domésticos, mucho ambiente y puestecitos callejeros de comida. Me entró un antojo de esas cosas con forma de pez que parecen rellenas de chocolate. Estaba hambrienta. Por 1000 wons la señora me dio 2 pero, cual fue mi sorpresa cuando descubrí que el relleno era de alubias rojas. Esto es lo que tiene hacerse la idea equivocada. El flash es tremendo, aunque reconozco que estaba igual de bueno (son también dulces y las usan en la mayoría de pasteles tradicionales en la mitad de Asia). Me acerqué a la puerta de Sungyemun, a unos cientos de metros, y regresé para volver a perderme por el mercadillo. 



En una estrecha calle se agolpaban los restaurantes, con sus modelos de plástico en el exterior, para que puedas ver el tipo de comida que sirven (mucho más realista que las fotos, aunque no siempre igual de atractivo, porque los pollos o las gambas de plástico no tienen mucho sex appeal). Me metí en uno cualquiera y pedí algo bien caliente. Seúl en invierno no da mucha tregua. 

Al salir de repostar, el cielo se había nublado.  Algo cansada y sin rumbo fijo, me dirigí hacia el City Hall, lo más parecido al ayuntamiento de la ciudad. A menudo en Asia te sorprenden los pequeños detalles, el cuidado con el que hacen las cosas, el toque artístico que le dan. Las estaciones de metro a veces parecen galerías de arte, "espontáneamente" decoradas y con arte urbano. Seúl está impecable, no hay pintadas, no hay graffitti, todo reluce pero tiene personalidad. 

City Hall
Una pista de patinaje con frenética actividad, una carpa con alimentos típicos repleta de gente y, sorprendentemente, un desfile curioso y colorista rememorando las antiguas tradiciones coreanas en la puerta del palacio Deoksugung. Curioso, divertido, espectacular y lo suficientemente breve para no morir congelado en el intento. Después de observar tal dechado de talento, cualquiera no se anima a entrar en el edificio. El palacio no es de los primarios y los edificios no son tan espectaculares como en Changdeokgung, pero es un sitio idílico para pasear y tomar un café tranquilo. 

Cansada, helada y con ganas de pasar página, me senté un buen rato en un café nada tradicional pero muy popular. El modelo "Starbucks" ha hecho estragos en media Asia. Cientos de imitadores han surgido por las esquinas. En algunos no sólo tienen wifi, sino que facilitan tablets o laptops. Por momentos me parecen modernas bibliotecas donde todos leen en aparatos electrónicos. Casi nadie tiene compañía, no son lugares para conversar, sino a menudo para pasar el rato, bien trabajando, "socializando" en la distancia o quién sabe haciendo qué. Porque todavía no lo he averiguado.

Con las mismas, recogí los trastos del hotel, tomé el bus al aeropuerto y me despedí con pena de Corea que, a pesar del frío me ha tratado bien y espero el día en que pueda dedicarle realmente alguna semana de tiempo (eso sí, con los míos y en verano).













lunes, 20 de enero de 2014

Pies fríos, corazón caliente.

Cuando ves el sol lucir en un cielo estrepitosamente azul, te entra una alegría contagiosa. Pero luego te das cuenta de que eso significa que no hay nubes que mantengan el calor y, por tanto, que posiblemente haga un frío que te corte el rostro.

En efecto.

Cuando salí tranquilamente, después de haber desayunado y organizado mi habitación, sentí que la temperatura de la noche anterior era casi primaveral en comparación. La calle estaba muy despejada, los comercios apenas empezaban a despertar y Seúl mostraba su cara más sosegada. Había planeado un paseo por algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad, dejándome llevar por las ganas, la intuición y, como no, la temperatura de mi cuerpo serrano.

El palacio de nombre impronunciable
Pasé por la puerta del Unhyenonggung palace, pero dado que hay más de media docena de ellos, decidí saltármelo e ir a por uno de los gordos, el Changdeokgung. No había colas, ni apenas gente en la entrada, pero vi que estaba clasificado como "UNESCO World Heritage", lo cual ya dice mucho al respecto. La entrada incluía el palacio y el "Jardín Secreto" (la primera 3000, la segunda 5000, por lo que intuí que era aún más interesante) y la visita guiada en inglés empezaba en 20 minutos. Justo el tiempo para alcanzar el principio de la caminata.

Sobrevolé algunos edificios de camino al punto de encuentro, deteniéndome lo justo para contemplar y hacer algunas fotos. El complejo es espectacular. Se construyó en el siglo XV pero la guerra con el Japón lo destruyó por completo y se volvió a erigir dos siglos después. Quedo dañado también con la ocupación japonesa a principios del XX pero, a partir de los años 90, que fue declarado Patrimonio de la Humanidad, los esfuerzos por restaurarlo y mantenerlo han sido titánicos. Y está impecable...


A las 11.25 estaba ya con un pequeño grupo de personas esperando a nuestra guía. Puntual como un reloj, apareció con su micro, su sombrero y su entusiasmo para ponernos a todos tiesos.

Si alguna vez os habéis preguntado por qué los tours asiáticos van así de ordenados, debéis experimentar un guía coreano. ¡Son auténticos mandos militares!  Y cualquiera les sigue la contraria... OKYung, que así se llamaba nuestra "ama", nos advirtió seria y serena, que la "caminata" iba a durar 90 minutos exactos bajo una temperatura de unos -7º Celsius, que nos abrigáramos bien o, de lo contrario, nos volviéramos a la cafetería para no pillar algo. Nos indicó dónde estaba el restaurante, el refugio más próximo y por si acaso, la salida de emergencia para los que no llevaran calzoncillos largos.

Mientras esperábamos el pito de salida, me puse a hablar con las dos occidentales que había esperando: Susan, una norteamericana de New Orleans cercana a los 60, y Kalina, una búlgara treintañera con ganas de compañía y conversación. 

El paseo duró exactamente los 90 minutos establecidos. Recorrimos exactamente los kilómetros que nos indicó. Cuando OKYung decía "os doy 3 minutos libres" eran TRES minutos, ni más, ni menos. Y, para los que no querían subir la cuesta y volver a bajarla, tenían 7 minutos para reposar. ¡AAHH!! Y que nadie sobrepasara la línea de guerra. Todos detrás de OKYung. Bajo pena capital...

Lo cierto es que las historias de OKYung me hicieron reír pero, sobre todo, entender la filosofía del rey que mandó erigir todo aquello (me perdonáis que no recuerde el nombre), que parece que fue un mandatario espectacular, con dos dedos de frente, decidido a eliminar la corrupción (por ello se ganó muchos enemigos) y amante de la meditación, el tiro al arco (cuestión práctica), la pesca, la poesía y los paseos matutinos. 

Todo el complejo es sencillo y sin pretensiones. Son decenas de pabellones, cada uno con una finalidad, simples y sin recargos, cómodos y prácticos. Unos servían de bibliotecas, otros para airear libros, algunos para meditar, otros para ver la luna salir (y otro, por supuesto, para ver poner el sol). El jardín está repleto de laguitos, manantiales (que en estos momentos habrían servido estupendamente de pista de patinaje sobre hielo) y la armonía con la naturaleza era el fin de la construcción. Les encantaba jugar a componer poesía e, incluso en el lago principal, que tiene una pequeña islita en medio, si el funcionario de turno no estaba inspirado para la ocasión, le exiliaban al islote por un buen ratito. 

Tras los 90 minutos, estábamos las 3 heladas, así que nos fuimos a tomar un té. Kalina, que tenía la entrada para otra parte del complejo, se fue a acabar de verlo. Susan también esperaba a las 14.30 para hacer el tour del palacio. Yo vería el resto de la arquitectura en mi camino de salida, sin regocijarme demasiado. 

Kalina regresó justo antes de que yo acompañara a Susan hacia la entrada, con lo que decidimos irnos juntas y dejar a la americana en un tour que finalmente resultó privado para ella solita. Quedé en enviarle un mail por si le apetecía unirse a mi al día siguiente. 

Antes de agitar
Y la búlgara y yo nos acercamos al barrio Bukchon, una zona Hanok (tradicional) con casas de tejados a cuatro aguas y aleros repuntados, un par de callejuelas que todavía mantienen el sabor tradicional original coreano. Estábamos hambrientas y entramos en un chiringuito fantástico, donde la mujer cocinaba entre cientos de platos de metal, cajas, guantes, cazos... 

Después de agitar
Como no teníamos ni idea de qué pedir, señalamos un par de platos y la buena mujer nos puso lo que le vino en gana. La cosa era algo así:  Primero te daba la caja, con unos guantes porque ardía de la leche. Luego le ponías una salsa picante,le dabas un achuchón con la tapa cerrada y ¡chas!, comida preparada. La verdad es que era una mezcla de todo un poco, pero estaba estupendo.

Pasamos por el templo budista de Jogyesa, el más representativo de Seúl, que estaba en esos momentos a rebosar de fieles. Eso sí, la liturgia se televisa ahora en vídeo gigante, con una pantalla donde leer el salmo y cantarlo cual karaoke, los fieles tienen unos estupendos cojines para no dejarse las rodillas y, por supuesto, poseen el invento coreano por excelencia: ¡Los suelos radiantes!

Templo de Jogyesa

Anduvimos dando vueltas, bajamos hacia Insadong, la calle que en principio era nido de artistas, galerías y tiendas curiosas, pero que se ha convertido en un sinfín de chiringuitos de souvenirs de lo más kitch y baratijas. Todavía queda algún rincón espectacular, locales que valen la pena y, sobre todo, ver a los coreanos un sábado tarde salir de compras, semi disfrazados, locos por consumir, rodeados de bolsas, muertos de risa ante los escaparates, inundándose de café las venas y soltando sus sempiternas interjecciones. 

Dulces coreanos y tés

Lo peor de caminar por Seúl son los semáforos. Mientras se ponen verdes te da tiempo a tomar un café, hacer la digestión, ponerte las zapatillas y volver. A veces decidíamos cambiar de rumbo sólo por no esperar ante el señorcito rojo. Eso sí, si te pilla y tienes que esperar, al menos no te pongas en la primera fila. Si te metes en el mogollón que se va apilando, te protegerán del frío. 

Acabamos en una casa de té, probando dulces típicos coreanos y volviendo a revivir. Estábamos algo cansadas de patear y, al no tener un plan concreto, pensamos que tampoco había prisa ninguna. 

Los pies y el destino nos llevaron a dar un paseo por el Cheonggyecheon, el "río" particular a la ribera del cual hay un paseo que se extenderá entre 5 ó 6 kilómetros. Es curioso y divertido, pero la humedad no es nada amigable, así que cubrimos un tramo, pero al llegar a la plaza final, aparte de no tener mucha más opción, nos encontramos con un concierto de más de media docena de artistas y cientos de "Seulitas" coreando y cantando. Eso sí, de bailar, ni uno. Sentaditos en el suelo con mucho orden, lucecitas y entusiasmo, pero sin moverse demasiado. ¡Y con la que estaba cayendo! (y esta vez el suelo NO radiaba nada)

Volvíamos a estar peladas de frío. La amable señora de información, nos había comentado que en la plaza Gwanghawun había una exposición en el subsuelo (= calorcito) y además, gratis. Para entrar en calor sonaba como plan ideal. Abandonamos el concierto y vimos que habían agrupaciones de cientos de policías. Por momentos pensamos que era una cita conflictiva, pero ya empezamos a asustarnos cuando vimos que, en cada esquina, había escuadras de cientos de ellos. ¿Habría algún partido? ¿Alguna manifestación? Con esa vigilancia no es de extrañar que Seúl sea una de las ciudades más seguras del mundo. Y además los policías eran encantadores, porque todos nos saludaban con la manita al pasar... ¡Qué monos ellos! Como en España...

La exposición era curiosa y divertida, pero sobre todo tenía un trono estupendo que Kalina y yo aprovechamos para quitarnos los zapatos (era obligatorio!) y descansar. Recuperadas y con calor de nuevo en el cuerpo, nos fuimos a buscar un rinconcito para cenar. Acabamos dando con nuestras rodillas (literalmente, porque nos sentábamos en el suelo) en un pequeño antro donde habían 5 fotos y 3 platos (más que nada porque los otros 2 eran para compartir en grupo). Le señalamos 2 y nos trajeron un desfile de platitos, a cual más confuso y mucha col con chile, como es habitual. 

En Corea no se pide bebida, a no ser que quieras alcohol. El agua te la sirven en botellas, que yacen en la mesa, o hay fuentes, donde puedes elegir la temperatura de lo que vas a beber. Los vasos son de metal y muchas veces los coges directamente de un esterilizados, una especie de nevera de vapor. Y como cubiertos, unos palillos y una cuchara, siempre de metal (lo cual dificulta enormemente la faena, porque resbalan una barbaridad)

La gastronomía es variada y mezcla varias influencias, pero tiende a tener un toque picante. Para mi, la favorita es el Bin dae dduk, la torta que tiene varias variantes. Aunque he de decir que está todo exquisito.

Estábamos muertas. Los ojos nos pesaban, nos habíamos puesto al día de nuestras vidas durante todo el día. Nos reímos, confabulamos, intercambiamos anécdotas y lo pasamos francamente bien. Kalina volaba al día siguiente de buena mañana, así que quisimos darle final. Nos despedimos en la esquina de la gran plaza, con una gran sonrisa. 


Yo seguí paseando un rato hasta mi hotel, serpenteando bajo los neones, sorteando los urbanitas de la noche, respirando el ambiente del sábado y las ganas de diversión que se podían palpar. Jongno es una zona de mucha vida, sobre todo con la caída de sol pero, como en toda la ciudad, es palpa seguridad y calma bajo la capa de aparente perversión. 

Un día completo, de aprendizaje, risas y un frío desconcertante.

sábado, 18 de enero de 2014

Seúl

Podía haberme despertado más tarde, pero sabía que, si seguía haciendo el ganso, acabaría por no llegar al desayuno así que, aún apenas habiendo podido cumplir con las 8 horas de turno, me he levantado algo desubicada pero con ganas de salir al mundo.

El bufé del Doulos poco tiene que ver con el Swiss. Tampoco su precio, pero, a pesar de que la leche sabía a rayos (será de yak?) con el café, el queso era de un amarillo sospechoso, y los tomates parecían sacados de un juego infantil, me han sabido a gloria. 

Me las daba de tranqui y he salido con una hora de anticipación, dado que "san Google" me había dicho que podía cubrir mi ruta en 44 minutos. Pero no contaba con mi experimentado despiste. Yo, que soy así de cabezona, en lugar de usar el presupuesto de la empresa en coger un taxi, como una señora, he querido ir en metro a mi reunión. 18 paradas. Primero arrastra el trolley con el portátil, las banderas, la mascota y todas las ganas del mundo por un suelo que, casualmente, siempre es acanalado, con lo que no hace falta ni ipod ni nada para acompañar el paso. Además, bajo cero uno no se encanta con paseítos y va a velocidad vertiginosa hacia los lugares, con tacones o sin ellos. 

Las interpretaciones fonéticas de los nombres coreanos - esos circulitos con sombrero, palitos y manitas a los lados- siempre crean confusión. Cada uno da su versión del tema y la denominación de una calle puede variar de un rincón a otro, de un mapa a otro o, incluso, de un hablante a otro. Eso no suele ayudar, pero por suerte en el metro hay letras latinas para aclarar conceptos y, a pesar de que no es la red más clara del mundo, tampoco es un gran secreto el poder aclararse. La vida subterránea convierte a los seres humanos en personajes totalmente autistas. A pesar de que la idea de espacio individual no existe tal como la vemos en estas latitudes (si no, que se lo digan al de mi lado que se ha puesto las botas cotilleando mis mensajes), se consigue a base de mirar fijamente a una pantalla o aislarse con unos cascos (sin importar el tamaño) sin percibir nada del contrario. 


Lo difícil viene cuando subes a la superficie. En mi caso porque el mapa que había visto parecía muy sencillo, pero el metro suele tener entre 4 y 6 salidas y, si no aciertas con la que toca, te puedes ver en un entramado complejo. Por suerte, los coreanos van siempre provistos de la mejor tecnología con lo que, cuando preguntas por un lugar, aunque apenas te entiendan (yo, a su vez, les mostraba la dirección en la pantalla de mi móvil), sacan el aparatito, meten el nombre en coreano y con la app correspondiente, te dan el punto rojo (donde estás ahora) y el azul (donde te diriges). E incluso te muestran el google street y el color de la puerta a la que te diriges.



Resumiendo: He llegado tarde. 

No mucho, apenas 5 minutos, pero para mi es una eternidad cuando se trata de negocios. Por suerte, lo han sabido entender y hemos retomado en una décima de segundo.

Si algo me gusta de mi trabajo es la capacidad ilimitada para aprender y, si además vienes al otro lado del mundo, las comparativas son más que divertidas. Los coreanos son, como muchos orientales, muy "raritos" en el mundo laboral. De hecho, teníamos prevista una celebración tras la reunión y les he dado un discurso cortito. Ya me lo habían advertido: Me han frito a preguntas. Inteligentes, además. Todo un lujo. Después, han aparecido tartas, dulces, fruta y otros manjares y yo, mientras hablaba con el director general y mirábamos pequeños detalles, me he percatado de que nos habíamos quedado solos. Se habían vuelto todos corriendo a currar. Para una ocasión de escaqueo que tienen y ¡no la aprovechan! ¡Viva la fiebre laboral!

Aunque me había prometido volver en taxi, me apetecía más caminar y volver a meterme en la locura del metro. En otros 40 minutos estaba de vuelta en el hotel, poniéndome las botas de siete leguas, los pantalones más calentitos y descargando con los bultos de currar. Eran pasadas las cinco.

A las 6 me he dado cuenta de que tenía un hambre feroz. En realidad, desde el desayuno, sólo había comido un trozo de tarta. El chico de recepción, mapa en mano, no sabía a dónde enviarme, pero hacía unos circulitos estupendos en el papel. Aunque la noche era fría, con un gorro, unos guantes y un paso ligero era más que soportable. 


La puerta

Me he acercado hasta la zona de Dongdaemun, donde supuestamente había un gran mercado nocturno. Lo que me he topado ha sido una magnífica puerta monumental, Heunginjimum, que hace las veces de rotonda en medio de una gran avenida. Del mercado veía retazos, puestecitos y muchas luces, pero no sabía si debía localizarlo de una forma más concreta. Lo primero y principal, comer. Así que me he metido en el barecito más local que he encontrado y me he zampado unos udon, que es una inmensa sopa con fideos gruesos, verduras flotantes no identificadas y unos platos que le acompañan con col que te deja la boca dormida y una especie de nabo crujiente apenas cocido. 


Udon
Ya más energizada y con calorcín en el cuerpo, me ha parecido encontrar algo con más estructura de mercado. En realidad, estos coreanos son un rato listos. Si hace frío, construyen unos fantásticos mercados subterráneos. Algo así como perderse en el metro pero nunca llegar a ver los trenes y, en su lugar, acabar comprándose unos manguitos, una funda de HelloKitty para el móvil o unas zapatillas con luces fluorescentes. 

De hecho, el shopping complex es una inmensa estructura con varios pisos, todavía estilo tradicional, pero se convierte en un inacabable pasillo con tiendas a ambos lados, especializadas por género (empiezas con guantes, sigues con bufandas, te pones unas bragas, algo más en los pies y, por supuesto, acabas con un buen sombrero)



En el camino de vuelta, ya había divisado yo un lugar con mucha animación y pinta de tener vidilla, pero al entrar en Gwangjang, me sentí como en casa. Hileras de chiringuitos de comidas, rodeados de bancos, con decenas de personas, parrillas humeantes, señoras trabajando incansablemente, dando vueltas a las típicas tortas coreanas, cientos de olores, sabores y color emborronado por el humo que envolvía la escena. Había saciado mi hambre, pero tenía que sentarme a comer.  



Lo complicado es elegir qué comes y dónde lo vas a hacer. Lo mío ha sido puro espíritu práctico. Parecía que había huecos en un banco y le he pedido a la señora que me pusiera "una de esas". "Son 4000", me ha respondido. Pero, hete aquí que el banco pertenecía a otro negociete y a ella sólo le quedaba una pequeña mesita en el local de 15 m2 repleto de varones coreanos. La he mirado interrogándole si estaba bien que yo entrara allí y me ha mirado con cara de poker.




En medio de mi ataque directo a la tortita (que está hecha de un cereal local y verduras varias, sobre todo con la base de brotes de soja), se ha acercado uno de los chavales que estaban en el rincón. Lo primero que me ha dicho es que, sin ánimo de ofender, la versión coreana de "qué hace una chica como tú en un sitio como este". No está prohibido, ni mal visto. Simplemente, es peculiar.

Nos hemos enzarzado en una animada conversación sobre viajes, política internacional, economía y vivencias varias. Trabajaba para un banco de los gordos y se dedican a otorgar líneas de crédito a países que lo solicitan (creo que a España la tienen tachada de la lista) y me ha puesto al día en unas cuantas normas. 

Panza plena y diversión completa, era hora de volver a casa. Pensaba dar un paseo, tomar un té, picar algo dulce, pero estaba harto cansada y quería dormitar, recuperar horas de sueño y prepararme para todo un sábado por delante. 

¿Qué toca hoy?

¿Qué toca hoy?
Lo que nos depare el día (por cierto, ¡son de verdad!)