A veces no entiendo si los humanos somos realmente humanos y nunca deja de sorprenderme la capacidad de crueldad, maldad y mala leche que podemos llegar a tener. Aquel que es tu vecino, el señor a quién le compras la verdura, la señora del kiosco o incluso tu amigo o incluso tu familia, se pueden convertir en tu peor pesadilla. Sin saber por qué, un individuo puede llegar a unos niveles de enajenación fuera de cualquier margen entendible. Y eso, como en muchas más partes del mundo, es parte de la historia de Camboya.
Nos habíamos despertado pronto. Aunque el despertador sonó inicialmente a las 6, no fue hasta las siete que estábamos sentados desayunando. Directos a la estación de buses para tener una idea de horarios, precios y empezar a concretar, acabamos comprando el billete para Battambang, dándonos margen hasta las 15.30 para dar una vuelta por la ciudad.
Nuestro destino principal e inicial era, como no, el mercado central. Llegamos a primera hora, cuando toda la materia prima empezaba a ser distribuida, cuando llegaba le pescado fresco, los cangrejos aún escapaban de las cestas, las langostas amenazaban con las antenas. El olor era intenso pero agradable y evocador, mezclándose la dulzura de las frutas con la ligera acritud de las carnes, siempre faltas de refrigeración. Los reyes del mercado eran, sin duda, los mariscos, cuidados y mimados en extremo, cubiertos de hielo, mantenidos con una frescura extrema. El trajín de cambio era constante y los vendedores estaban al quite de todo lo que iba llegando.
El Psar Thmei es un gran edificio de cúpula central con cuatro brazos, inmenso, amplio y luminoso, donde el abigarramiento de puestos no molesta o da sensación de agobio. El tramo central está ocupado por las joyerías. Es curioso ver la cantidad de colores, brillos y luminosidad que desprenden todos los muestrarios. No veréis en muchos sitios tantas joyas por metro cuadrado (eso sí, la gran mayoría pura bisutería y totalmente falsas) ni tanto reloj "suizo" en pilas de cientos. Estaban todavía abriendo los puestos, colocando delicadamente cada collar, cada anillo y cada pedrusco.
Empezaba a calentar el sol a la salida del mercado y, previendo lo que podía venirse encima, tomamos un tuctuc hasta la zona del Palacio Real, complejo que queríamos visitar sobre todo con la intención de ver la pagoda de plata. Vestidos para la ocasión con manga (cosa que se lleva bastante mal cuando amenazan más de 30 grados a la sombra) y cierta discrección, nos perdimos por los edificios majestuosos y los jardines inmaculados que componen el complejo real. Una gran parte está vetada al público ya que es residencia del rey Sihamoni y hasta ella se acercan personajes de alta alcurnia pero sí se puede ver pabellones, salones y exposiciones que dan una idea de la vida que puede transcurrir entre tan magnas paredes.
Lo que más sorprende por su exceso es la pagoda de plata. Debe su nombre a las baldosas que la cubren, de plata pura y que pesan más de un kilo cada una. Sólo han dejado al descubierto algunas para que se puedan contemplar. El resto yacen bajo la moqueta para evitar que tanto paso las desgasten. Lo que sí erosiona es ver la cantidad de oro, diamantes y pedruscos que hay por metro cuadrado. Lo que tenía de falsete el mercado, lo tiene aquí de autenticidad. Un buda de tamaño real, 90 kilos de peso y cerca de 2.500 diamantes se sitúa en el centro de la sala (el de la frente de 25 kilates). Las vitrinas albergan cientos de figuras, cajas, pipas, contenedores, donaciones diversas todas ellas como poco de metal precioso y, en su mayoría, salpicadas de pedrusquillos.... Una profusión de riqueza exagerada que pone los pelos de punta. Y a la cual no se puede hacer ni una fotografía.
El palacio estaba invadido por grupos de visitantes, casi todos octogenarios bien orientales o norteamericanos. Los pobres (sobre todo estos últimos) sufrían terriblemente los avatares del calor y se iban sentando buscando las sombras de los árboles...
No nos entretuvimos mucho más que viendo algunas exposiciones que nos parecieron más ilustrativas y cercanas a la realidad. A las 11 estábamos en la puerta debatiendo indecisos pero la aparición espontánea de Pea nos animó a acercarnos a Choeung Ek. A priori confieso que no me convencía la idea puesto que, aunque es una parte fundamental de la historia del país, lo de los campos de exterminio no es algo que me aporte muchas alegrías.
El lugar está a unos 15 kilómetros de la ciudad y el paseo en sí por sus calles hasta llegar allí merece la pena para calibrar su pulso. Una vez en el sitio, el lugar en sí no destaca por nada especial. Más bien tiene el aspecto de un lugar apacible de picnic. La entrada cuesta 5 dólares e incluye una audioguía de esas tan "in" que ves en tantos museos europeos. La verdad es que el cacharrito merece la pena al 100%. Explica con detalle (incluso diría que se deleita en demasía) todo lo que allí ocurrió, muy bien narrado, fácil de usar y te da una visión cruda y realista de lo que ocurrió a partir del fatídico 17 de abril de 1975, con el alzamiento de Pol Pot y los jemeres rojos.
El recorrido empieza por el lugar donde los camiones descargaban a los recién llegados, en su mayoría de la carcel de la ciudad, donde les decían que iban a un mejor lugar o a reencontrarse con su familia. La cruda realidad era muy distinta y poca gente salía viva de Choeung Ek. Las atrocidades descritas, los restos todavía yacientes en el terreno (tras las lluvias aún resurgen jirones de ropa, restos dentales, fragmentos de huesos diversos) y las historias terroríficas que puedes escuchar de boca de sus protagonistas te ponen los pelos de punta. Contrasta el lugar, aparentemente tranquilo y relajante, con toda la historia que subyace. Acabé con un sofocón, llorando a moco tendido sentada en un banco, angustiada por la realidad de que todos los seres humanos somos monstruos en potencia y podemos llegar a cometer auténticas barbaries en nombre de cualquier cosa. Lo que además acaba de encenderte es ver que la gran parte de responsables detrás de todo aquello se salieran de rositas y además tuvieran apoyo internacional. Cada vez me horroriza más el hecho de que los intereses económicos estén muy por encima de los humanos.
Regresamos a la capital algo callados y reflexivos, pero para subir el ánimo, nada mejor que una inmersión en nuestro mercado favorito. El tiempo requería invertir en unas sandalias, ya que habíamos salido de casa con zapatilla cerrada y calcetines, y el calor empezaba a apretar esos días. Ataviados con nuestras flamantes (e idénticas) alpargatas, nos dimos un pequeño festín de marisco y pescado a la parrilla.
El bus salía a las 15.30, con lo que nos acercamos a recoger las mochilas al Billabong, ese oasis de tranquilidad en el centro del huracán de Phnom Pehn. El vehículo no llegaba a estar lleno pero puntualmente salía en dirección noroeste, hacia Battambang. Nos quedaban dos horas de luz, en las que pudimos disfrutar de la carretera, además de esas magníficas series de humor camboyano donde un par de seres esperpénticos se ponen a dar gritos, a hacer extrañas carantoñas y gracias indescriptibles. Cuando ya se hizo de noche, el programa cambió y entonces llegó el karaoke. Por suerte no viene con micro incluido sino que el castigo está sólo enlatado y llega en forma de canción. Incluso es divertido poder ver el magnífico vestuario, la trabajada coreografía y las dotes de actuación de los cantantes. Lo que más nos llamó la atención fue que, después de este entretenidísimo programa, nos pusieron al final Rambo IV, una película ambientada en Myanmar y que tiene mucho en común con el pasado oscuro de Camboya. Tal vez porque veníamos de una experiencia algo traumática pero nos pareció muy fuera de lugar. Por suerte para todos, el vídeo empezó a fallar y nos castigaron sólo con unos 20 minutos de rodaje.
Eran pasadas las 23 cuando llegábamos a Battambang. El hotel que nos habían recomendado estaba lleno, pero topamos con la Lux Guest House, un establecimiento barroco y algo hortera, pero limpio y conveniente por su disposición y ubicación. Nos esperaban unos días de cierta tranquilidad en Battambang, de visitar la ONG Fundación Agua de Coco y de poder disfrutar con esta ciudad, un reducto todavía carente de un turismo de masas, con algunas atracciones modestas y sin aspavientos pero, ante todo, con un carácter genuino y tranquilo que nos enamoró.