Los "protas"

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De madre aventurera, hija trotamundos. Una aporta la experiencia, otra el sentido común. La suma de las dos: una serie de vivencias inolvidables y unos recuerdos indelebles.

domingo, 21 de agosto de 2011

Vueltas, giros y torbellinos

Las vueltas, al contrario que las idas, suelen ser anodinas, cansinas y, sobre todo, agotadoras. El ánimo no tienen nada que ver y todo parece ir demasiado despacio o, incluso, demasiado deprisa. Por eso, las aerolíneas hacen a veces esfuerzos por darles algo de emoción y que te lleves un bonito recuerdo.

Habíamos quedado a las 4.15 con Ariel, que vino con su taxi a recogernos, mientras nos despegábamos las legañas y cruzábamos una Managua irreconocible por su poco tráfico y su quietud. A las 5 en punto estábamos en el mostrador de American Airlines, con las tarjetas de embarque en la mano hasta Valencia (por sistemas automáticos que nos dejaron boquiabiertos) y la maleta con algunas cosas que hemos adquirido facturada (crucemos muchos dedos en que llegará sana y salva)

El vuelo Managua-Miami sin problemas. Areia viendo "Río" y nosotros tratando de dormitar y haciendo sudokus. En Miami nos esperaban 6 horas de espera.

Un par de bocatas, unos nuggets de pollo, unos café latte con canela y vainilla, una magdalena de limón y gengibre... y unas dosis de paciencia y "skytrain" más tarde estábamos en la puerta de embarque, esperando embarcar rumbo a casa. Pero el empleado de la aerolínea nos informó a todos que el aire acondicionado de la cabina no funcionaba y estaba a 40 grados, con lo que estaban intentando arreglarlo. Teníamos- nos anunció- al menos otros 40 minutos.

A medida que mirábamos el monitor, la hora iba cambiando. La final: 20.30. La real: el despegue fue a las 21.05. Llevábamos, para empezar, casi 3 horas de retraso.

Al final lo que te queda es relajarte y disfrutar. Lo bueno de tener las conexiones con la misma compañía es que sabes que, al menos, se responsabilizan de los retrasos.

Y, en efecto, tras un vuelo regular, agradable, con esos azafatos sonrientes y amabilísimos (dos de ellos yo los tuvimos en el vuelo de ida) hemos llegado a Madrid a las 12.05, justo la hora de salida de nuestro vuelo a Valencia. Bye bye, connection!!!

Opciones: volar a Sevilla a las 20 y de ahí, salir a las 22 a Valencia y estar en casa a medianoche, paseando cuales espectros por Barajas todo el día, amén de "disfrutar" de la bonita compañía de miles de peregrinos exultantes e iluminados, luciendo camisetas amarillas y banderitas con el rostro del papa. Mejor, nos encierran en un bonito hotel con aire acondicionado y así descansamos.

Aquí nos tenéis, en el Meliá de Avenida de América, tras una siesta de 4 horas y un cenorrio algo grasiento. Salimos mañana a las 7 para llegar a casa a tiempo para cambiarnos y - en mi caso- ir a currar alegramente y pasar el lunes de resaca con la mejor dignidad posible.

Me queda contaros algunos días más en Nicaragua, detalles fantásticos de los últimos días y algún personaje que me gustaría presentaros. En cuanto tenga un rato también colocaré fotos. Mañana espero tener la cabeza más en su sitio.

Todavía no tenemos los pies en el suelo...

Apurando en Masaya

Último día de vacaciones. Al menos, el que resta para disfrutar del país. Es como llevar una
botella de agua en un día de calor y ver que te queda sólo el culillo.

En realidad contábamos con el día completo. Nos habíamos puesto como meta recorrer Masaya con calma, disfrutar de su mercado municipal (los mercados son intramundos dentro de las ciudades) y hacernos con algunos objetos a los que teníamos echado el ojo. Quisimos desayunar donde la china del día anterior, pero estaba cerrado, así que unos metros más abajo fuimos a otra juguería, más modesta y con menos aparataje, sin gatitos saludando eternamente y una chica algo más seria, pero donde los zumos estaban igualmente pecaminosos.
Cuando comenzamos a callejear por el mercado (parcialmente cubierto) apenas había tránsito pero sí muchísima vida propia. Como la gran mayoría, estaba organizado temáticamente: aquí los zapateros con sus máquinas de coser, en esta esquina la artesanía, algo más adelante zapatos, allá la ropa, en el centro las peluquerías, al fondo la comida, dividida a su vez en frutas y verduras, carne, pescado y variedades. Una versión mucho más primitiva, colorida y divertida del Carrefour y sin aire acondicionado.


Estuvimos tanteando, comparando y tratando de organizar nuestras escuetas compras. No llevábamos ni un par de horas (con parada y "fresco" de tamarindo con chía y mango incluidos) cuando a Areia le entró un intenso dolor de barriga. Estaba pálida, con sudor frío y con los ojos algo idos. Miguel y yo nos la llevamos directa a un puesto a comer arroz con pollo.

Había tenido una tremenda bajada de azúcar. Apenas había desayunado un batido pero, tras la caminata del día anterior le faltaban energías. A medida que el arroz iba entrando en el cuerpo su rostro cambió y empezó a articular palabras de nuevo. Superado el bache, proseguimos en nuestras incursiones y acabamos por "saquear" una tienda donde compramos todo lo necesario (que tampoco era mucho). Podemos decir que ahora tenemos dos "chinos", esa fantástica versión de la hamaca que sirve como columpio. Ahora nos falta el pequeño detalle de hacer un porche en casa para colgarlos. Cuando queremos, prevemos...



El regateo, los olores, el agetreo y las finanzas desgastadas nos obligaron a regresar al hotel, donde nos dimos un pequeño descanso. Mientras yo charlaba animadamente con las señoras de recepción, Miguel aprovechó el desliza para darse una cabezadita, mientras Areia lo dibujaba en su libreta. Me escapé unos minutos a restablecer nuestra cartera para los últimos pagos pendientes y dejé un poco más de reposo a nuestros aguerridos guerreros.

El calor cedía y el sol se asomaba con timidez. De camino al malecón (en este caso no hay mar, pero si la laguna de Masaya, que es su particular versión - como es común en Nicaragua, donde el agua dulce abunda por doquier) nos tomamos unas "rellenitas" (tortillas de maíz rellenas de queso fresco) recién hechas que, a pesar de la hoja de plátano que las envolvía (eso es ecológico y lo demás son cuentos) te quemaban las manos. Luego paré a comprar un dulce que, desde el principio, me había llamado la atención: era fucsia subidísimo, por lo que asumí que tenía algo que ver con la pitahaya (esa fruta loca de un color imposible) pero resultó ser coco rallado con un azúcar coloreado que estaba estupendo, pero con unos 3 miligramos ya te llenaba la boca y te daba energía para la eternidad. La versión marrón, con azúcar de caña, era casi aún más empalagosa.

Llegamos al malecón energizados y pudimos disfrutar de un paseíto vespertino con una preciosa luz. Pululamos sin rumbo por barrios más exteriores de Masaya, nos topamos con los vestigios (o los comienzos) de otra cabalgata, jolgorio juvenil o festival callejero que prometía una tarde ruidosa.

Acabamos por huir para poder seguir disfrutando tranquilamente, de nuestro pacífico y vivo Masaya.

Como no podía ser menos, decidimos despedirnos con dignidad: Alguna combinación de jugos por probar?? Póngamela, por favor!!!!! Eso sí, acompañada de un ceviche de pescado, camarones Y, como no, conchas negras. El completito.

Después de un día de trasiego y con el trajín de preparar mochilas y sabiendo lo que nos venía encima, regresamos al Santa María. Nos habían pasado el recado de que a las 20 vendría nuestro amigo Rodolfo, a quien habíamos conocido un par de días antes tomando un café en el Parque Central. Nos impresionó la conversación que tuvimos con él y nos pareció una persona muy al tanto y muy bien informada sobre lo que pasa en el país. Pero no sólo eso. Rodolfo tiene un alma que no le cabe dentro y se deja la piel y las entrañas por Nicaragua.

Esa noche aprendimos mucho gracias a todo lo que nos fue narrando Rodolfo. Sobre todo, aprendimos que la capacidad humana no tiene límites y la bondad, fronteras. Un día, con calma, os contaré más cosas de este pedazo de persona.

Exhaustos y tristes por dejarlo todo atrás, nos fuimos a la cama. Habíamos quedado con Ariel a las 4.15 para que nos llevara al aeropuerto de Managua. El sueño fue breve y el trayecto también. Amanecía un nuevo día en la ciudad, la paz y la calma por el asfalto. En el hall de entrada, Rubén Darío y Sandino nos saludaban.

Hasta muy pronto, NICARAGUA.


Laguna de Apoyo, donde la luna se mira.

La laguna de Apoyo es un lugar sorprendente en medio de Nicaragua. No es agua de mar, pero tampoco es dulce, sino una mezcla salobre, sita en un antiquísimo cráter volcánico y con unas condiciones geológicas muy peculiares que la convierten en un inmenso recipiente de aguas cristalinas donde poder remojarse cual garbanzo. Su temperatura, más bien alta, la convierte en una inmensa bañera donde, a falta de espuma, flotan algunas plantitas, trozos de piedra pómez (es curioso ver pedruscos flotando) entremezclados, eso sí, con algún tapón de plástico y alguna que otra bolsa. Podríamos decir, entonces, que Laguna de Apoyo es casi la piscina perfecta.

Según nos contó nuestro amigo Rodolfo, su nombre viene del idioma nauathl, y significa "lugar donde la luna se mira". Hay otras versiones menos poéticas que lo atribuyen al sabor de sus aguas (vendría a significar "agua salobre") pero nos quedamos con el más romántico, ya que el lugar nos pareció merecerlo.

Nos levantamos a una hora normal (en Nicaragua eso son como las 7 am) para salir con cierta tranquilidad del hotel y dirigirnos hacia el mercado, junto al cual salen los buses para todos los puntos del país. De camino paramos en una juguería que resultó ser china (están en todos lados!!) pero que ofrecía unos combinados exquisitos y una calidad excepcional. Miguel se tomó un batido de leche, avena y banano que dejaba el cuerpo listo para cualquier reto. Nosotras fuimos por algo más "light" pero también salimos dando saltitos.

Decidimos ir primero a Catarina, uno de los pueblos de la meseta, donde hay un mirador fantástico que permite la vista de toda la laguna. El bus tardó más en salir que en llegar, puesto que apenas está a 10 kilómetros de Masaya. Caminamos a través del pueblito, conocido también por sus innumerables viveros, que colorean las calles de subida al mirador, alternando con algunas tiendecillas de artesanías locales, pulperías sempiternas y casas particulares.

Llegamos al inmenso balcón con el privilegio de tener la vista sólo para nosotros. Nos sentamos a contemplar estupefactos ese intenso azul oscuro enmarcado en un vivísimo verde selvático y donde las nubes se podían reflejar casi sin perturbaciones. La idílica escena duro apenas 3 minutos. Súbitamente, hordas de escolares con tanto entusiasmo como vocerío, vinieron a perturbar la tranquilidad del lugar, alquilando en masa binoculares a 2 pesos /2 minutos (unos 10 céntimos) sólo por la curiosidad de saber qué hacían esos chismes con dos agujeros (muchos no acertaban a ponérselos al derecho), comprando baratijas, mamones chinos (que se comen casi como pipas), o haciéndose fotos en posturas retorcidas. El grupo de japoneses le dio el toque final de glamour. Ellos, tan ordenados y estupendos, tan marciales, tan aseados y silenciosos, tan educados y tan fotogénicos.

El foco de atención pasó a ser, como no, el gentío que había invadido la zona. Estuvimos observando atentamente hasta que aquello despejó un poco y pudimos, por fin, despedirnos de la vista con cierta intimidad.

Nos acercamos al Centro de Orientación de Laguna de Apoyo, un proyecto de origen y fondos catalanes que ahora empieza su andadura por si mismo y que está buscando una autofinanciación. Johanna nos puso al día tanto del mismo centro como de lo que andábamos buscando: formas de abordar la laguna sin tener que pegarnos con decenas de personas ávidas de un baño. Desde la misma Caterina descendía un camino de una hora y media, pero la ascensión era la misma. La otra opción era Diriá, un pueblo cercano, cuya caminata era algo más corta y además contaba con una vista también excepcional de la laguna.

Decidimos optar por esta última y tomamos una "motito", esa versión nica de los "tuctucs" asiáticos que por un par de dólares te llevan a cualquier sitio. Nos llevaron hasta el mismo mirador, a unos 2 kms del pueblo. No había nadie, siquiera los restaurantes tenían signos de actividad.

La vista era, sin duda, excepcional. Más salvaje, más verde, más tupida pero donde el azul y el verde luchaban por protagonismo. Encontramos un garito abierto donde nos daban algo de comer. Sabíamos que no íbamos a encontrar nada de camino ni bajo en el charquito, así que teníamos que ir ya bien provistos. Nos dimos una buena comilona para coger fuerzas, un par de botellas de agua y nos dispusimos a realizar un camino de 90, 60, 40, 20 ó 10 minutos según las distintas versiones.

Al poco de empezar comenzaba la diversión: una disyuntiva que seguía al a derecha por la senda marcada (una forma de hablar) y la otra con un cartel que indicaba "Pila de Diriá". Nos picó la curiosidad y fuimos a ver qué era tal hito. Al finalizar la escalerilla, vimos una pequeña balsa donde los jóvenes que habíamos visto pasar unos minutos antes se estaban bañando. Otros escuchaban música ya en zona de secano y aprovechamos para preguntarles cómo volver a tomar la senda principal. Un pequeño caminito estaba abierto entre los árboles, algo resbaladizo y bastante vertical, pero la espesura del entorno nos permitía disfrutar más aún de esa zona de selva, escuchar con intensidad todos los insectos que revolotean y empaparnos de los gritos de los machos congo, esos monos aulladores que hacen que todo retumbe y ofrecen un aspecto casi espectral del escenario.

La estrecha senda bajó durante unos 20 minutos, hasta que nos dimos de bruces de nuevo con la más amplia, la que habíamos perdido en nuestra disyuntiva. Tratando de no resbalar y al tanto de no pisar ningún reptil despistado, seguimos nuestra bajada canturreando y deseando darnos ese preciado baño.

Al final fueron unos 45 minutos, con "pérdida" y todo. Ante nosotros aparecía la laguna, de un azul intenso y con el fondo visible desde la orilla. En su perímetro se forman pequeñas playas. Nosotros buscamos nuestra calita particular y, con cuidado de no dejar nuestras pertenencias sobre ningún hormiguero, nos lanzamos al agua clara (es cierto, la laguna tiene el agua más limpia de Nicaragua) pero no fresca, ya que se compaginan las corrientes cálidas (muy cálidas!) con alguna corrientilla raquítica de agua más fresca que hasta te hace olvidar la sensación de estar en una gran bañera.

Se podía entrar por la orilla y caminar apenas unos 5 metros puesto que, de pronto el fondo desaparecía en un "big blue" donde se divisaba el cráter que se hundía hasta cerca de 200 metros. No hicimos incursiones para ver hasta dónde llegábamos pero sí estuvimos jugueteando, dando saltos, tropezándonos con las flotantes piedras pómez (y algún que otro elemento no tan natural) y disfrutando como enanos de aquel paraje casi desierto que podíamos gozar casi en soledad (algunas "playitas" vecinas se veían ocupadas por una pareja aquí o un grupito de amigos allá, pero no se veía actividad alguna en la laguna)

Lo que no cesaba eran los intimidatorios gritos de los monos congo. Era sobrecogedor. Cuando, por fin vimos que se nos echaba la tarde encima y teníamos un rato para la vuelta, nos volvimos a vestir (tratando de apartar las hormigas "okupa" que se suben por todos lados) y deshicimos camino, tras asegurarnos de que no había alternativas más rápidas. Llegados a una intersección donde rezaba "Finca Congo" nos dimos cuenta que, sobre un gran árbol, había una familia de monos de esta clase y era el macho dominante quien estaba armando una bulla de impresión.

Miguel empezó a "conversar" con el simio en términos pacíficos, imitando sus sonidos y haciéndose espejo de sus gestos. El congo, por momentos, se montó apesadumbrado, sorprendido y, finalmente, resignado. Parece que la respuesta de ese otro primate (mucho más guapo, todo sea dicho) le había descolocado.

Deshicimos el camino con un paso casi marcial, jugando a palabras encadenadas para distraer a Areia de los esfuerzos de la subida. 40 minutos más tarde (y unos cuantos vocablos más!!!) estábamos de nuevo en la explanada de inicio. Caminamos otros 20 hasta el pueblo y allí dejamos a la peque jugando en un espectacular parque infantil que ocupaba el centro de la villa. Entre tanto, las campanas llamaban a oración y la iglesia se abarrotaba dejando a parte de los fieles a las puertas, bajo la exquisita luz del atardecer.

Seguimos caminando porque faltaba poco para oscurecer y aún debíamos retornar, con lo que nos acercamos a la carretera. Pasaban muchos buses en dirección contraria pero sólo un par hacia Managua y ninguno de ellos prestó atención a mis ostentosas señales de que parara. Otra chica se acercó también a la vía. Iba a Jinotepe pero tampoco tenía suerte. Tras más de media hora sin ver signos de que aquello mejorara, vimos pasar una "motito" con la que negociamos el trayecto. Subimos a la otra moza, a quién dejamos en Catarina y nosotros proseguimos con Gerald, que nos llevó sanos y salvos con la noche persiguiéndonos a toda velocidad a Masaya.

Junto al Parque Central nos vimos atascados por una cabalgata de jóvenes en pleno apogeo. Nos despedimos de nuestra alma salvadora y fuimos a regocijarnos a nuestra juguería favorita, zampándonos, de paso, un exquisito ceviche de camarón y pescado.

Another day in paradise...

jueves, 18 de agosto de 2011

Masaya. La vida en el cráter

Anoche decidimos despedirnos de Granada como es debido. Nos dimos un festín en Nuestro Mundo, un restaurantito de la Plaza Colón donde nos dormíamos sobre la mesa esperando la cena (sobrevivimos gracias a la salsa estupendísima que estaban poniendo y al hambre que todavía repicaba en nuestros estómagos) pero la hora de incertidumbre valió muchísimo la pena. Habíamos pedido Indio Viejo y Vaca Flaca, un par de platos que desconocíamos pero que nos sorprendieron y encantaron. El primero, una reinvención nica de los gazpachos manchegos, con mezclas de tortillas (de harina), pollo desmenuzado, chiltoma, tomate, limón, leche y mantequilla. Exquisito!!!!!!!!!!!! La vaca flaca era carne mechada, acompañada de yuca frita con pico de gallo (salsita con tomate y condimentos) y ajo picado. Riquíiiiiiisimo!!!!!!!!!!

Vamos, que nos dimos todo un homenaje y salimos con Granada ya durmiendo, una paz atronadora y hasta la lluvia había decidido darse un descanso. Tan sólo algunos noctámbulos ludópatas habitaban las casas de juegos de máquinas merodeando junto los perros por las esquinas.

Hoy amaneció un sol espléndido. A las 7 estábamos de nuevo en nuestra "salita de la abuela" desayunando nuestro gallo pinto con huevo. La conversación con Doña Nilda ha sido estupenda. Mientras ella se bebía el agua de un coco y rascaba la carne, nos contaba cómo el método anticonceptivo que le había funcionado (llamémosle milagro) era ponerse algodón y dejárselo 24 horas. Dice que era pura intuición femenina (la mujer aprendió a leer copiando canciones, sobre todo boleros pero el pequeño resumen de vida que nos ha hecho ha sido interesantísimo). Yo más bien creo que tuvo una suerte tremenda.

Hemos tomado el bus a Masaya que, a pesar de estar a unos 30 kilómetros de distancia, nos ha llevado cerca de una hora (aquí paran cada 100 metros a recoger pasajeros). La llegada a Masaya ya nos ha enamorado. La ciudad, núcleo central de transporte de la meseta nicaragüense, está a mitad de camino entre la capital y Granada. La gente no viene aquí por la belleza de su arquitectura, sino a visitar el mercado de artesanías, donde se abastecen antes de volver a casa. Otra razón para venir por esta zona es visitar el volcán Masaya. En realidad, el que está activo es el Ndiri, que queda junto a este, pero se conoce el parque natural por el nombre de la població que lo alberga.

El pueblo rezuma actividad. El mercado municipal es inmenso, adyacente a la estación de buses (una inmensa explanada con chiringuitos improvisados, vendedores y tipos gritando mil direcciones) y con una cantidad de artículos en venta que te dejan bizco. Hemos atravesado la zona para cruzar un pequeño arroyo en dirección al centro o, cuanto menos, al parque central, donde queríamos ubicarnos. Nos hemos encontrado con el hostal Santa María, donde hemos negociado también una habitación para los tres estupendísima por 20 dólares la noche. Aquí nos quedaremos los 3 días que nos quedan. Nos encanta el sitio y está justo a tiro de piedra de otros lugares que queremos visitar.

Eran las 10.30 cuando hemos dejado los trastos para tomar una "buseta" (furgoneta colectiva) en dirección a Managua para que nos "escupiera" en el camino, apenas a 5 kilómetros a las afueras de la población . En la entrada nos han explicado con detalle qué hacer y cómo visitarlo. Hemos caminado los 1500 metros hasta el centro de visitantes y allí nos han recibido estupendamente, dándonos una increible explicación sobre la situación de ambos volcanes (Masaya y Ndiri) sobre una maqueta, donde se veía con pelos y señales la actividad y la geografía del lugar.

Debo decir que el centro de visitantes es ALUCINANTE. Es el lugar más preparado, detallado, instructivo y además, educativo, que hemos visto hasta día de hoy. Explicaba minuciosamente desde la separación de las placas tectónicas, las clases de volcanes, los movimientos sísmicos, la fauna del lugar y todo aquello que podíamos encontrarnos. Areia estaba sobrecogida con tanta información pero creo que ha logrado absorber algunos datos sobre la corteza terrestre, Laurasia y Gondwana, y la formación de las cadenas montañosas...

Finalmente hemos optado por tomar el vehículo que nos subía a la cumbre. Eran 4 kilómetros de subida y el sol estaba siendo implacable. Lo veíamos más factible de bajada, así que hemos invertido los 2 dólares y le hemos pedido al ranger que nos dejara subir en la caja del pick up, que se va mucho más fresco.

Llegados al borde del cráter del Ndiri nos ha sobrecogido la dimensión del lugar. Desde la "boca del infierno", como le bautizaron los españoles al conocerlo, surgía una columna de vapores sulfurosos que de cuando en cuando nos dejaban sin respiración pero, por suerte, el viento estaba hoy de nuestra parte y soplaba en dirección contraria. Desde la plaza de Oviedo, donde los coches aparcan (son curiosas las señales que dicen que se aparque con dirección de salida, para que, en caso de emergencia, estén los vehículos encarados para salir corriendo) y desde donde surge la escalera de 177 peldaños que sube a la cruz de Bobadilla, el monje que descolocó a los indígenas, para quien el volcán era su dios del fuego y a quién alimentaban con doncellas cada año. El señor cura españolito les convenció que aquello era el infierno y allí habitaba el diablo. Estoy convencida de que muchas muchachas en edad de merecer se lo agradecieron.

La última erupción del Masaya fue en 1772. Desde entonces ha permanecido activo pero tranquilo. El río de lava que se ve en la subida pertenece a ese 16 de marzo y sólo en el 2001 volvió a dar ciertas señales de actividad pero todo quedó en un susto, muchas piedras arrojadas al aire y temblores que se notaron hasta en Granada. No hemos podido contemplar el magma del cráter porque en las últimas 3 semanas han habido desprendimientos que han ido tapando la boca de la chimenea. Por ello, posiblemente, en unas semanas más el volcán haga alguna de las suyas y se libere de esa "tapadera" de alguna forma algo brusca.

La vista desde el borde del cráter es increible. No sólo en inmenso agujero que se ve, sino que abarca los lagos Cocibolca (Nicaragua), Managua, la Laguna de Masaya y, como no, los volcanes vecinos, como el Mombacho. Este país tiene 25 volcanes en la cadena del Pacífico, de los cuales 4 están más que activos. Es un auténtico polvorín por estallar.

Nos hemos extasiado con la visión de todo este paisaje, hemos contemplado los chokoyos, unos pajarillos (una especie de loros) que habitan en las paredes del volcán, adaptados a los vapores y que usan en su favor para quitarse a los depredadores de encima. Los animales nunca dejarán de sorprenderme...

La bajada la hemos realizado caminando, cuando ya el sol había dejado de quemar y las nubes amenazaban por el horizonte. El viento estaba fresco y el descenso era muy agradable. A un par de kilómetros de la salida, los rangers han pasado con el pick up y nos han dado un "raid", con lo que nos hemos evitado el último kilómetro de subida. La gente en este parque (como en el país en general) es abrumadoramente amable, encantadora y siempre dispuesta a ayudar.

Hemos podido tomar de inmediato otra buseta que pasaba por la carretera en dirección a Masaya. Nos ha dejado cerca del parque central (o 17 de octubre), donde nos hemos sentado a tomar un pollo frito. Hemos querido acercarnos al mercado de artesanías para hacernos una idea de precios y artículos y ver qué merece la pena.

En el parque, todo el mundo andaba pegando gritos, sufriendo delante de pantallas de televisión y haciendo aspavientos. Cuando nos hemos fijado, nos hemos dado cuenta de que estaban viendo un Madrid-Barcelona y sufriendo los resultados. No habíamos descubierto esta pasión aquí, pues el deporte nacional que levanta pasiones es el baseball, pero ya nos hemos dado cuenta del tirón que tienen los equipos españoles (y aquí la mayoría son del azulgrana)

Después, nos hemos dado el lujazo de tomarnos los mejores jugos del país sobre unas sillas fabricadas con troncos de árbol a ¡2 metros de altura! Un pequeño rincón tremendamente original en una esquina del parque, con unos jugos de piña, gengibre y hierbabuena (uffff), y otro de leche, coco y gengibre (ufff, ufff). Mañana pensamos ir a desayunar allí. Todo un descubrimiento.

Miguel y Areia están ahora en el hotel, descansando y leyendo un rato. Si ataca el hambre, iremos a pegar un bocado, pero el día ha sido intenso y estamos más cansados que otra cosa. Tenemos un par de días más para poder disfrutar de esta ciudad y de su estupendísima gente.

¡Feliz miércoles!


martes, 16 de agosto de 2011

La Gran Sultana

El viaje a Granada auguraba más o menos lo que nos íbamos a encontrar. Desde que desembarcamos en el puerto de San Jorge, ya de vuelta en tierra firme empezamos a encontrar un flujo de turistas mucho mayor al que habíamos visto hasta el momento. Por primera vez coincidíamos con "gringos" en el autobús (no es un medio de locomoción popular para trayectos largos por lo que hemos experimentado) y la espera de casi dos horas en Rivas dentro del bus a Granada así lo constataba: parejas, tríos y grupitos varios iban poblando el vehículo entre locales, apilando sus mochilas en el techo (quién sabe qué llevaran en esos tremendos mochilones que aún llevan mil cosas colgando cual árbol de Navidad). Las nuestras siempre van con nosotros, sobre las rejillas que controlamos perfectamente desde los asientos.

El trayecto de 90 minutos se nos hizo corto. Tal vez porque 60 de ellos tanto Areia como yo (milagrosamente) nos quedamos dormidas dando cabezazos contra la ventana. Desperté ya en el cruce que va directo a la ciudad, con la tarde empezando a caer (eran las 15 horas) y la actividad frenética en la calle.

Una vez llegados a la "Gran Sultana" (epíteto que hace referencia a su hermana española) fuimos directos a buscar hospedaje. El primero que comprobamos se nos iba de presupuesto y, para más inri, estaba prácticamente lleno. Como era imaginable, estaba referenciado en "la guía", por lo que no daba más de sí y rebosaba viajeros. Pasamos un par de puertas más allá, a un B&B (bed and breakfast) llamado "Los Amigos", con menos glamour pero impecable y totalmente casero. COn un pequeño patio interior y las señoras de la casa explayándose sobre el camastro familiar frente a una pantalla, nos mostraron una habitación impecable con cama doble y una litera. 2o dólares con desayuno nica incluido (para nosotros una comida completa y parte importante del presupuesto), con lo que se brindaba un auténtico chollo. No dudamos más. Para el colmo, una zona de lavado, una cocina comunitaria y unas salas para comer que me retrotraen a la casa de mi abuela en el pueblo.

Nuestra idea era quedarnos en Granada el resto del viaje, usándolo como base para otras incursiones. Os cuento ya que hemos cambiado de idea. Obviamente es la ciudad más turística de Nicaragua, demasiados locales sólo tienen los carteles en inglés y usan el dolar como moneda pero los precios son los que nos tiran también de espaldas, aunque seguimos encontrando rincones totalmente locales.

Granada es una ciudad colonial preciosa, una joya arquitectónica ella sola, por sí, con un centro muy cuidado, casas de colores y combinaciones atrevidas. Patios interiores ajardinados, tremendamente amplios, habitados por mecedoras y abanicos de techo, plataneras flirteando con flores exóticas, pájaros aportando su peculiar banda sonora.

Una joya. Por eso hace ya 20 años, las hordas de extranjeros que vinieron a la ciudad (muchos de ellos de EEUU) compraron una gran cantidad de propiedades que se han quedado convertidas en fantásticos hoteles "boutique" o rincones "con encanto". Hay alojamientos verdaderamente preciosos, lujos para los sentidos y auténticos caprichos. Los precios oscilan entre 30 y 60 euros, lo que no parece nada exagerado pero para nosotros se convierte en un lujo (para haceros una idea, vivimos con una media de 10€ persona/día) que no podemos permitirnos (y no queremos, siendo leales a nuestra filosofía)

Llovía a cántaros cuando quisimos salir del hostal, en cuanto pisamos la Plaza Colón, alma y vida de la ciudad. Bajo los soportales nos pillaba igualmente la lluvia, que azotaba con furia. Huyendo del frío viento, acabamos resguardados en un palacio que hacía las veces de centro cultural. Anonadados, empezamos a ver cómo en el patio central, sobre las baldosas pintadas a mano, comenzaba una clase de kárate. En una nave lateral, un par de chavales practicaban bailes populares y poco más allá, un profesor impartía clases de baile latino. Areia estaba fascinada con la actividad del lugar. Nosotros nos maravillamos con la versatilidad y la capacidad de adaptación de esta gente.

Aunque la lluvia no parecía ceder, al menos la tormenta amainaba, así que fuimos a buscar un sitio donde cenar. Dimos un buen paseo para percatarnos de que la invasión llegaba a extremos, y no encontrábamos un plato nica normal, menos aún a precios populares.

Finalmente dimos con un rincón popular, donde tuvimos un gran rato de conversación con Danilo a la par que nos deleitábamos con sus burros, sus quesillos, sus reprochetas y, como no, sus frescos de cebada y tiste. Danilo nos estuvo contando preocupado como temía que Daniel (Ortega) se reeligiese. Granada ha sido desde siempre el bastión liberal, la oposición al régimen sandinista y está temerosa de que Ortega repita, pero están convencidos de que las elecciones serán un fraude y volverán a tomar el poder. Nos abstuvimos de comentar algunas cosas que eran muy contrarias a otras conversaciones que hemos tenido previamente con otra gente del pueblo, pero con el rico sabor de los frijoles colados y el queso de las tortillas, todo era más liviano.

Esta mañana hemos amanecido a las 6.40, haciendo tiempo para pegarnos una ducha y sobre las 7.30 estábamos desayunando nuestro gallopinto y omelete (tortilla aquí es otra cosa) para empezar el día con energía. Queríamos ver la ciudad pero hemos hecho un tour bastante distinto.

Hemos empezado subiendo a la torre de la iglesia de la Merced, desde donde se contemplaban los límites de la ciudad y podíamos situarnos en los puntos cardinales. Después, queríamos callejear sin rumbo fijo, parándonos en lugares que nos interesaran por razones varias. Una de las paradas más instructivas ha sido la "ladrillería" en la que todavía realizaban baldosas de forma totalmente artesanal, pintadas una a una. Pavimentos de casas como los de toda la vida, con motivos florales, geométricos o de aguas. Hemos visto el proceso y nos ha maravillado la calidad del producto. Apenas quedan un par de fábricas de estas en Nicaragua y pocas quedarán en el mundo. Nos hemos asomado a mil patios, hemos oteado por cien ventanas y hemos querido descansar con un jugo de frutas en un hotel que es un proyecto de ayuda a la educación, el hotel "Con corazón", un pequeño oasis de tranquilidad y gozo donde nos hemos refrescado a la par que Miguel trataba de enseñarle a Areia los movimientos del ajedrez con uno gigante que había en el patio y que se jugaba sobre las baldosas.

Todavía el sol nos acompañaba levemente a nuestra salida pero pronto las nubes amenazaban y finalmente nos hemos dado una pequeña carrera de vuelta al hotel para tratar de poner a salvo la colada de esta mañana. Al llegar, el personal del hotel ya había puesto a salvo nuestras prendas, que pendían bajo techo.

Armados de valor y sin chubasquero, nos hemos acercado al borde del lago (Nicaragua) a pasear por el perímetro urbano. Hemos querido conocer también la "Casa de la Mujer" (con ayuda del gobierno de Aragón) y, como no, el parque de bomberos, donde hemos sabido que su "voluntariedad" les supone un sueldo ínfimo de 30€ al mes (para el capitán) y 15 para el bombero raso. Es comprensible que sea algo vocacional y, como decía Carlos, que les reporta tano sólo "carisma" con la sociedad.

Parada y fonda en una de las avenidas más emblemáticas, donde hemos saboreado una ensalada y unos nachos. Eso sí, también hemos comprobado que el té no es apto para menores. Areia le ha pegado un par de sorbos y ha cogido una "borrachera" durante la tarde que nos tenía alucinados. Estaba "espitosa" y subidísima de tono, con risa tonta y dando saltos inesperados. Para la resaca, la hemos llevado a tomar un croissant de chocolate y un zumo de frutas. Parece que ya se ha calmado.

Hemos visitado varios proyectos, desde una casa donde hacen hamacas para ayudar a chavales de la calle hasta un centro cultural (Tres mundos) donde los jóvenes ensayan sus instrumentos en el patio y puedes deleitarte por igual con la música o con el arte que cuelga de sus paredes. Por contra, nos ha llamado la atención las inmensas tiendas de "ropa americana" que resultan ser de segunda mano, alimentadas con donaciones (algo más que obvio) pero que se lucran de la venta (aunque los precios sean populares). No sabemos muy bien cómo está gestionado, o quién "intercepta" esa ayuda y la destina así, pero nos tiene algo mosquedados.

Sigue lloviendo. En un rato cenaremos algo y nos retiraremos relativamente pronto (a las 20 se queda todo desierto). Finalmente hemos decidido escaparnos mañana en busca de un lugar algo más tranquilo y retirado. Nos iremos a pueblecitos más chicos, donde las masas no inunden todo y podamos respirar y andar más anchos.

De momento, seguimos deleitándonos con la belleza que ofrece la Gran Sultana.

Ometepe. Entre volcanes

Cuanto más leíamos sobre Ometepe, menos claro lo teníamos. Una isla mágica compuesta por dos volcanes (Concepción y Maderas) unidos por un istmo donde están las playas de Santo Domingo. Mucha vida salvaje, increíbles excursiones, preciosas ascensiones y, eso sí, más infraestructura turística de lo que habíamos encontrado.

El hecho de llegar a San Jorge y que el primer ferry fuera directo a San José del Sur tal vez fue premonitorio. Era el enclave justo en medio de ambas poblaciones, Moyogalpa y Altagracia, las dos "capitales" en la isla más grande (Concepción) y vértice entre la otra parte, Mérida (en la parte del Maderas). Habíamos visto varios hospedajes, pero no nos convencía ninguno así que cuando en el barco apareció un chaval ofreciéndonos el "hostal Las Brisas" nos parecio estupendo. Cerramos un trato con él de 20 dólares la noche los 3 con desayuno incluido (un chollo para la isla) y a nuestra llegada nos sorprendió un lugar cómodo, limpio y con un matrimonio encantador al frente (Heidi y Silvio) que nos acogieron como a su propia familia.

Quisimos salir casi de inmediato para ver alguna cosa. Era sábado y éramos conscientes de que el domingo hay una escasez total de transporte público, con lo que debíamos movernos rápido si queríamos ver algo.

Acabamos tomando el bus hacia Altagracia, con parada en Quino, el cruce con la carretera que transcurre por el istmo y que lleva a la playita de Santo Domingo. Los dos kilómetros que lo separan del Ojo de Agua, decidimos hacer "raid" (dedo) y subimos a la caja de un pick up, que nos dejó en la entrada del lugar en apenas 5 minutos. Lo curioso de estos lugares es que tienen dueño y te cobran entrada por su uso. La verdad es que el Ojo de Agua es un sitio curioso. Una piscina natural de aguas sulfurosas de origen volcánico, limpio e impecable, ciertamente bien cuidado y, por supuesto, lleno de extranjeros y algunos locales. Al parecer es el lugar favorito para pasar los domingos y nos "perdimos" la jarana dominical, pero tuvimos ya un pequeño ejemplo con un grupo de chavales quinceañeros que vaciaban una botella de "Flor de Caña" mezclada con cola.

Estuvimos bañándonos y haciendo el "tarzán" descolgándonos de un trapecio que pendia sobre un árbol caía en una parte de la piscina (prometo poner fotos!!!). Areia hizo amistad con Elizabet (o Elisabeta, porque no llegué a aclararme) y estuvo buceando con ella toda la tarde. Tras tamaños esfuerzos nos deleitamos con algunos burritos, jugos de guayaba y unos tostones con queso. Sobre las 16 tuvimos que ponernos en marcha. Dependíamos de los últimos buses y no sabíamos si tendríamos la suerte de volver a hacer auto stop con algún voluntario.

Remontando por la carretera, llegó el bus. Le preguntamos si iba hacia Moyogalpa (la dirección que necesitábamos) y nos confirmó que iba "directo". Al llegar al cruce vimos que en realidad iba a Altagracia (al otro lado) pero, por supuesto, luego daría la vuelta. Nos lo tomamos con calma y humor, aprovechamos los 40 minutos de espera para visitar Altagracia (un pueblito bien simpático) y regresamos, saltándonos San José para ir directos a Moyogalpa. Todo el tour completo por menos de un euro la famila.

Estábamos barajando la idea de alquilar una moto para aprovechar el domingo. Ya nos habian confirmado que sólo dos autobuses cruzaban ese día la isla, con lo que nos veíamos abocados a quedarnos en nuestra zona. Una vez en Moyogalpa, discutimos unos buenos términos para alquilar una scooter y llegamos a un acuerdo para cogerla esa misma tarde y devolverla el lunes por la mañana.

Harinton, el dueño del negocio (Ometepe Expeditions) nos proveyó incluso de cascos a medida, prestándonos el integral de su hijo para la cabeza de Areia. Aprovechamos para cenar en Moyogalpa (en la "Esquina Caliente" donde Areia de nuevo hizo amistad y acabó jugando entre los fogones de la cocina). Sobre las 22 cubríamos los 15 kilómetros de vuelta a San José, adentrándonos en las calles del sábado noche y en la fiesta nica.

El domingo nos levantamos sin prisas y estuvimos conversando con Silvio y Heidi, quienes se habían quedado preocupados al ver nuestra tardanza del día anterior. Silvio nos contó cómo había hecho negocio en Costa Rica y había logrado colocarse en una buena posición en Nicaragua. Nos habló de las bondades del gobierno sandinista y de las paradojas de la "buena vida" tica.

Tuvimos conversaciones muy interesantes que intentaré relatar en capítulos aparte pero eso...llegará con algo de paciencia.

Aprovechando que estábamos motorizados, nos fuimos a la zona del istmo, donde vimos que la playa de Santo Domingo habia prácticamente desaparecido con la crecida de las aguas de la época de lluvias. Apenas unos metros de margen entre los muretes, con las sombrillas anegadas entre las olas. Estaba desierta aparte de algunos lugareños haciendo la colada en el lago o paseando a caballo por las orillas. Decidimos adentrarnos en un sendero (La peña Inculta) de un par de kilómetros que vimos marcado y del que teníamos lejanas referencias.

Cuando te ves rodeado de tales ceibas y esos inmensos cedros, te sientes realmente pequeño pero una de las cosas que más impresionan de la selva es la imposibilidad de sentir el silencio. Siempre hay algo acechando. Son rincones para estar alerta. Una hoja que cae se confunde con una mariposa, la liana te da la sensacion de ser una serpiente y ese pinchazo en el pie bien puede ser el bocado de una hormiga o una planta urticante.

Los sonidos pueden llegar a ser atronadores pero hay algo que hemos aprendido a distinguir y es la presencia de monos. El crujir de las ramas es la pista. Sólo hace falta mirar con calma para ver a los primates descendiendo tranquilos y pasando de árbol en árbol. En esta ocasión eran los evasivos capuchinos. Ambos nos quedamos mirándonos de hito en hito. Ellos nos medían. Nosotros los observábamos.

El sendero nos dio bellos momentos, preciosos insectos (son los más abundantes) aunque los no tan agradables mosquitos que se empeñaron en dejar "graffittis" en braille sobre mis brazos, piernas y espalda. Para un día que se me olvida el "off" se tomaron la venganza conmigo inundándome por completo (por suerte la toman contra mi, dejando en paz más o menos a la peque y a Miguel). Salí de allí pegando unos cuantos saltos.

Tomamos de nuevo la moto para ir a la zona del Charco Verde, una laguna interior de zona pantanosa que linda también con el lago. Posee también quizas una de las playas más bonitas de la isla. Areia se estuvo bañando con una familia local mientras nosotros recuperábamos fuerzas en el hotel de la zona (un lujazo, por cierto, el hotelito).

Otro sendero recorría la zona y, ni cortos ni perezosos, nos lanzamos de nuevo al descubrimiento. Esta vez los monos eran aulladores y los tuvimos a auténtico tiro de piedra. Incluso hizimos intentos de balancearnos en las lianas con instinto selvático. Areia consiguió un péndulo completo pero Miguel se quedó con la liana en la mano y el trasero en el suelo. Estamos convencidos de que Tarzán las tenia señaladas antes de lanzarse al vacío.

De camino a la punta Jesús María teníamos que pasar por el hotel y aprovechamos para paliar el descuido y tratar de minimizar las picaduras. La "punta" es la zona mas oriental de la isla, lo que la convierte en idónea para ver la puesta de sol. Eso sí, contando con que las nubes no tapen el astro.

Los locales se recogían de la borrachera del domingo y nos quedamos prácticamente solos. Aprovechamos para unas partidas de cartas mientras el sol bajaba.

Entrada ya la noche, acudimos a darnos un homenaje a Moyogalpa, donde cenamos en "Los Ranchitos", con una estupenda sopa de pescado (ummmmmmmmmmm), un cerdo con chimichurri y una curiosa y estupenda pizza. En el comedor nos acompañaba un grupo evangélico de locales y norteamericanos (que pagaban la cuenta) que acababan de salir de una animada misa.

Nos recogimos sobre las 21, cansados de un día movidito y con sus pequeñas aventurillas.

El lunes, sin prisa pero sin pausa, nos despedimos de nuestros anfitriones y yo tomé el bus con un par de mochilas hacia Moyogalpa. Miguel y Areia me adelantaron con la moto. Desayunamos con tranquilidad un plato con fruta y unos pancakes excepcionales junto al puerto. A las 11 estábamos embarcando rumbo a tierra firme. A lo lejos, el Concepción y el Maderas se despedían con sus eternas nubes como sombrero.




El paseo "tico" y regreso a tierra "nica"

El cruce hacia Costa Rica fue toda una experiencia digna de contar. La verdad es que nos metimos sin saber ni qué íbamos a encontrar ni si dejaríamos algunos días en el país vecino, pero al final las cosas cayeron por su propio peso y esa misma noche dormimos (por los pelos) en tierras nicas. Eso sí, el periplo mereció la pena y nos abrió los ojos a algunas cosas.

El trayecto por el río Frío, que es la frontera común entre Nicaragua y Costa Rica es increíble. Una anchura de media de 50 metros y una profundidad irrisoria (imagino que en la temporada seca debe ser un sufrimiento y fuente de sorpresas) pero la vida, sobre todo en cuestión de aves, era increíble. Cormoranes, garzas, gavilanes, águilas, patos de aguja, colibríes y otros cientos que no sabría nombrar plagaban cada rincón del camino. Algunas familias de monos venían también a saludarnos desde su posición privilegiada y algunos habitantes de dos patas veían la vida pasar con toda la calma del mundo.

En el momento "tocamos" territorio tico, Chepe cambió la bandera de Nicaragua por la vecina. Obligaciones del gobierno costarricense... El trayecto se nos hizo corto (unos 90 minutos) y nos despedimos de Chepe, quien había sido finalmente una ayuda en todo momento y a quién le debemos su gran generosidad (iba a la frontera a recoger a una gente y nos llevó por un precio irrisorio, menos de lo que cuesta el transporte público)

La llegada a Los Chiles nos llamó la atención. Para empezar, las calles tenían nombres, los coches eran mucho mejores y las carreteras hasta tenían asfalto. Es más, tenían rayas pintadas y ¡hasta señales de tráfico! El orden imperaba en la tierra vecina. Se podía oler un mejor nivel de vida y, en breve, nos dimos cuenta de la gran diferencia también en precios.

Cuando llegamos a la estación de buses (con la idea inicial de ir a Upala) nos dijeron que a las 12 salía nuestro vehículo. Mientras esperábamos conversamos con Carlos, el mesonero del barecito. Entre empanadas, horchatas (las ticas están hechas con cacao y canela), frescos de "cas" y un par de cafés, se ofreció a darnos otra alternativa más cómoda: ir a Ciudad Quesada/San Carlos, donde tomaríamos directamente el bus para la frontera, Peñas Blancas. Nuestra ignorancia sobre el país (no teníamos ni un mapa) nos llevó a ponernos en sus manos y, cuando nos pasó la cuenta de lo consumido, tomamos la decisión de salir cuanto antes de territorio tico. 8 dólares por un tentempié nos daba una idea del nivel de vida que estábamos barajando.

Carlos nos subió en su carro, recogimos a Joana, su novia, que salía a las 12 de su turno del viernes como técnico de radiología y emprendimos carretera. Contribuimos generosamente al aporte de gasolina para hacer el viaje, pero ello nos permitió cubrir el trayecto sólo en 90 minutos (frente a los 150 del bus) y llegar a tiempo a tomar el único bus de las 14 desde Ciudad Quesada .

Estuvimos conversando un buen rato con Carlos y Joana de las posibilidades laborales en Costa Rica, del nivel de vida. Nos llamó mucho la diferencia entre ambos países. En Costa Rica todo estaba ordenado, limpio y despejado. Había hasta planificación urbanística. Las vacas estaban gordas, las piñas inundaban los campos, junto al banano y el azúcar (territorio de Chiquita), se veían carteles de universidades privadas, hasta de clínicas con liposucciones o lugares de estimulación temprana. Una novedad para lo que habíamos estado viviendo las semanas anteriores. Lo que nos puso los pelos de punta fueron los precios. Habíamos sacado el equivalente a 50 dólares en colones, la moneda local. En un pis pas vimos cómo volaban. El nivel de vida era mucho mayor y nuestro presupuesto no podía permitirse ese bocado.

Llegamos a las 13.55 a la estación de buses. Nos despedimos de Carlos y le dimos mil gracias. Teníamos por delante unas 6 horas de viaje por carretera y para desembocar en la Panamericana. Sobre las 20 estaríamos en Peñas Blancas.

El bus estaba hasta la bandera, así que nos dispersamos en varios asientos. Yo estuve conversando con mi vecino, Julio, un chaval de unos 20 años que me contaba cómo iba a Ciudad Quesada a estudiar con una beca algunos días por semana. De familia nica, apenas nombraba su origen y se consideraba tico. En realidad, toda su gente venía de El Rama pero su educación estaba siendo pagada por entero por Costa Rica. Veía su futuro prometedor y con vistas... Al menos le podía el optimismo.

Tras un par de horas pudimos sentarnos juntos y el bus fue tragando y escupiendo por igual. En Upala se llenó hasta la bandera y, a diferencia de los nicas, no paró más que para embarcar gente. Estábamos sobreviviendo con las empanadas de la mañana y no había fantásticos vendedores subiendo en las paradas y ofreciéndote pollo y vigorón...

La noche se nos echó encima cuando ya emprendíamos ruta por la Panamericana, en paralelo al Pacífico. En Santa Cruz le pregunté al conductor si podíamos dormir en algún sitio en Peñas Blancas pero me dijo que no había nada por allá. Por suerte, José Santos, un nicaragüense que no perdía comba de la conversación, se ofreció a guiarnos por el camino, ya que él iba también a reencontrarse con su familia en Jinotega.

Eran poco más de las 20 cuando llegamos a la frontera. Llovía a mares. El día había sido gris y apenas vislubramos algún rayo de sol a primera hora de la mañana.

Bajamos del bus para empaparnos hasta el tuétano y llegar a las oficinas ticas, donde 3 aparatos de a/c nos dejaron como auténticos pollos. Salimos por pies buscando el calorcillo ambiental y nos pusimos a seguir a José Santos, que corría como alma que lleva al diablo por entre los charcos, en un caos de camiones que conformaban kilómetros de colas, caminando entre la nada, en esos espacios sin dueño que no sabes a dónde llegan.

Unos 800 metros más tarde nos recibió un señor en una garita con una linterna. Miró nuestros pasaportes y nos dijo que siguiéramos. Dimos de bruces con la inmigración nica, donde pasamos los trámites correspondientes y en breves minutos, seguíamos dando saltos y chapoteando. Éramos los únicos mojados, pero también los únicos inconscientes que cruzaban la frontera andando.

Por fin dimos con lo que parecía la salida. Otro señor (ya sin luces ni nada sino "al tacto") nos pidió los pasaportes y, al verse perdido entre tantos sellos, nos dió la salida.

Estábamos en tierra nica de nuevo. Eso era indudable. Bienvenidos a casa!!!!!!

Hambrientos y agotados, José Santos nos llevó a un "lugarcito" donde nos alimentarían y darían lugar para la noche. No era un "hospedaje" tal cual lo hemos conocido hasta ahora. De hecho el sitio no tenía ni nombre. Eso sí, la gramola era gigantesca y el volumen de la misma todavía resuena es mis oídos. Las camareras, alegres y pizpiretas, ponían bachatas y merengues, risueñas y divertidas, espectáculo que los camioneros que poblaban el lugar agradecían sobremanera.

Esperamos un buen rato por la comida, pero mereció la pena. El pollo estaba fantástico y la sopa y el arroz que pedimos también estaban muy sabrosos. Decidimos hacer un stop definitivo y seguir al día siguiente.

Nos dieron una habitación un tanto sospechosa. Viendo el cariz del lugar, estaba claro que no era un hotel al uso, sino más bien uno por horas. Eufemísticamente el cartel decía "Deje la habitación limpia", cosa que hubiéramos logrado con unas horas por delante y unos litros de salfumán y lejía, pero nos conformamos con caer redondos. Eso sí, aunque yo soy la persona menos escrupulosa de la tierra, esta vez sí que saqué mi saco-sábana. La música entraban por todas las rendijas del cuarto y las baladas nos acompañaron como nanas. La verdad es que poco importó el volúmen descomunal y las risas de la sala. Caímos redondos después de un día de ires y venires, cruzando de una punta a otra de Costa Rica.

De hecho, al amanecer al día siguiente, el lugar estaba en absoluta calma. Las verjas estaban cerradas y apenas dejaron una cancela por la que escaparnos. La vida en Peñas Blancas era tremenda. Los camiones marchaban ya y se despedían a su paso con pitadas. El bus para Rivas estaba ya rezumando pasajeros y nos subimos con intención de salir enseguida. Un señor se quejaba de tener que llevar su maleta entre las piernas. El cobrador le dijo que era la única opción que podía ofrecerle. Hubo un rifirrafe y al final este segundo le ofreció devolverle el pasaje si quería tomar otro bus.

- Así hare, me bajo de este vehículo. Vamonos!!!- dijo el señor.

Y, de pronto, el clan completo se levantó y casi una decena de personas salieron de sus asientos tras la orden del sedicioso. Aprovechamos para sentarnos y poder así cubrir el trayecto de 40 minutos cómodamente.

En Rivas, unos cuantos "colectivos" esperaban para llevar pasajeros al muelle de San Jorge. Apenas 15 minutos de trayecto y en el puerto estaba listo para zarpar el barco de ls 9.30 para San José del Sur. Nos pareció que todo estaba cayendo demasiado en su sitio y embarcamos sin pensarlo.

Próximo destino: Ometepe.

viernes, 12 de agosto de 2011

Un pequeño salto: huida hacia Costa Rica

Son las 8.30 de la mañana y estamos de nuevo en San Carlos, ese nudo gordiano por el que pasamos una y mil veces (en realidad 3, pero parece mucho cuando se está en constante movimiento) y la que hemos accedido por carretera (desde el norte), por barco (desde el este) y de la que vamos a salir de nuevo en bote hacia el sur, hacia Costa Rica.

Mientras Areia observa como los vecinos juegan a las damas y Miguel acaba de realizar los trámites de salida, aprovecho para enviar un par de líneas. Chepe, nuestro capitán, nos ha dicho que tiene previsto salir a las 9.15.

Acabamos de regresar de San Fernando, una de las islas del Archipiélago de Solentiname, unas pequeñas manchitas en el mapa de Nicaragua que apenas aparecieron hasta hace unas décadas en los mapas, cuando se convirtieron en punto caliente de la resistencia sandinista.

Hay mucho que contar (he "abierto un hueco" en el blog para actualizarlo en cuanto tenga un rato, al igual que os debo el relato de cómo conseguimos huir de Bluefields, pero todo llegará, lo prometo!!!!) y la estancia ha sido un día y medio de PURO relax y descanso contemplativo. Lo necesitábamos. Ahora que nos falta el asalto final (una semana por delante) necesitábamos cargar pilas y darnos un respiro.

De aquí a Los Chiles (puesto fronterizo) hay una hora más o menos por el lago. Una vez lleguemos decidiremos lo que hacer, si pasar un día en los parques naturales de los alrededores o seguir camino por la zona norte hasta dar de nuevo con la frontera nicaragüense. Nuestra intención es volver a entrar por la parte del Pacífico y de ahí volver a entrar en el lago, pero evitar el larguísimo y eterno ferry que nos lleva de aquí a Ometepe. Además de mi fobia por los barcos grandes, el horario es bastante extraño. Sale de aquí a las 2 pm, llegando a la isla a las 1 am, realizando el trayecto casi todo de noche y llegando a una hora un tanto intempestiva. Sabemos que se descansa poco y se disfruta nada del paisaje, con lo que nuestra "vuelta" parece más que justificada.

Nos quedan unos minutos, así que aprovechamos para tomar algo.

Un beso muy gordo a todos. Nos vemos (tal vez) ¡en Costa Rica!

Solentiname: esas islitas perdidas en el mapa

La salida de El Castillo llevó su dosis de tristeza y la sensación de dejar atrás buenos amigos del alma.


La cena del día anterior la realizamos con Mayela, nuestra querida amiga, y con sus dos niñas, Allyson y Valeria, con quien Areia había hecho buenísimas migas. Cuando llegamos a su casa, Areia estaba frenética con los triqui tracas (petardos) y las tres habían soliviantado a los vecinos, que estaban agotando las pequeñas reservas que Mayela tenía en casa (aquí lo típico es tirarlos en diciembre)


Nosotros dos subimos a la terraza a disfrutar de la cena. Mayela sólo tenía pollo para ofrecernos, pero nos pareció un festín estupendo. También nos preparó un magnífico banano con leche y, de cualquier forma, su compañía y la de su familia era más que suficiente para convertirla en una noche perfecta.


Areia cenó con las niñas. Las escuchábamos reír, gritar "qué bueno está esto" y al parecer devoraron con fruición lo que les pusieron en el plato. Incluso salieron a comprar helados e hicieron la batalla por su lado. El momento de la separación fue el más complicado. La peque no dejaba de abrazarlas y darles besos. Mayela apareció con un precioso móvil de madera de balsa con pequeños tucanes y se lo regaló. Areia estaba emocionada. Nosotros, anonadados de la hospitalidad de esta mujer luchadora.


Su hija Magaly, embarazada de 8 meses, intercambió direcciones y de esta manera prometimos estar en contacto. Esto es lo mejor y lo peor de los viajes: los amigos que te llevas pero que también vas dejando.


Llegamos a San Carlos a las 10 de la mañana. AL coger la panga lenta habíamos hecho el mismo recorrido que hicimos previamente en 50 minutos en unas 3 horas. El motor era más pequeño y además hacía paradas en todas las esquinas (frente al "AVE" de los días anteriores, que es más potente y apenas para en los sitios más importantes)


Habíamos acordado con nuestro amigo Manuel que la panga para Solentiname salía cerca de las 13 horas desde el muelle. La vimos llegar y pudimos hablar con el panguero, Jose "Chepe", un solentimaneño de intensos ojos verdes y sonrisa eterna que nos puso carita de pena al contarnos que no podía cobrarnos el pasaje de "colectivo". Es lo que habíamos acordado con Manuel, pagar unos 80 córdobas (4 dólares) por el trayecto pero Chepe nos dijo que, de normal, él estaba cobrando 20 dólares por ese saltito. Tras una fácil y pausada negociación, lo dejamos en una cosa intermedia, que fueron 10 por cabeza (dos pasajeros) con lo que la jugada salió digna y por algo razonable.

Comenzó a caer el cielo sobre nuestras cabezas, de forma estrepitosa y exagerada, por lo que tuvimos que esperar a que rayos y truenos se recogieran y quedaran guardados y plegados. En unos minutos, el lago estaba calmo y sereno. Hora de marchar.



Con la lancha rápida en apenas media hora estábamos en tierra. El archipiélago de Solentiname tiene unas 36 islas. No todas están habitadas y la población es de unas 1.200 personas. Las más grandes son Mancarrón y San Fernando (con unas 250 almas), que fue donde nos quedamos.



La única forma de moverse entre ellas es, obviamente, teniendo una embarcación. Algunos de los islotes han sido comprados por extranjeros, aunque la gran mayoría asentados en la zona y casados con locales.



El tópico general de la zona es la tranquilidad y serenidad del lugar, la pasión de su gente por el arte y su forma de ver la vida con una filosofía sencilla y pausada.

Al llegar a San Fernando, Chepe nos dejó "donde Julio", en el hospedaje "Mire Estrellas", que era el más adecuado a nuestro presupuesto (8 dólares por cabeza) pero, tras esperar 15 minutos, ver que nadie aparecía y comprobar que las habitaciones más grandes estaban ocupadas (las que vimos libres tenían dos camas simples), decidimos probar suerte "donde Dª María", al extremo norte de la isla, unos 300 metros más arriba por un fantástico "andén" (caminito asfaltado) a lo largo del lago.


Las negociaciones con Dª María no fueron tan fáciles. La estancia en el Hotel Celentiname son 20 dólares la noche y 35$ con pensión completa, lo que quedaba muy fuera de nuestro alcance. Después de un rato de tira y afloja, lo dejamos en 15$ por noche cada adulto con desayuno incluido. Incluso en el cambio a córdobas (moneda local) el redondeo nos fue favorable.



El sitio es idílico. Un jardín de ensueño rodea las cabañas, muy sencillas pero impecables. Teníamos nuestro baño con ducha, una terraza privada con sillas y hamacas, amén de una vista espectacular sobre el lago y un muelle donde ver el atardecer de forma privilegiada. No se podía pedir más por unos 20 euros diarios (y negociamos un pequeño desayuno que resultó ser un ágape diario)

Merodeamos un rato más por el hotel y bajamos al muelle para contemplar una puesta de sol realmente espectacular. Los cielos se vuelven rosaceos, para tornarse naranjas y luego rojizos, entremezclados con las nubes que rasgan los colores cálidos con dedos fríos azorados.

Aprovechamos la caída de la noche para caminar hasta el núcleo del pueblo, a unos 500 metros por un fantástico paseo. Charlamos un rato con Chepe y nos sentamos a tomar algo en el restaurante-cabañas Paradiso, donde nos sacaron una completísima carta pero avisándonos de que sólo tenían pollo. Mientras preparaban los platos, Areia hacía un castillo de naipes y yo charlaba con Robert, un norteamericano de Michigan afincado en Tampa, con casa en Granada desde hacía 19 años y enamorado de Nicaragua. Era también, su primera visita a las Solentiname. Un señor francamente encantador.

Las orillas del lago parecían alfombras de luces mágicas, una reproducción que ni los más sofisticados leds podrían llegar a imitar. Cientos de luciérnagas poblaban los bordes, paseaban bajo los árboles disfrutando del frescor de la noche. La luna, casi llena, no cegaba tampoco las miles de estrellas que desde más arriba, les hacían la competencia.

Caímos agotados en esta primera noche, esperando tener un día de total calma, sin despertador y sin prisa.

Dormimos más de 10 horas y Dª María nos sorprendió con un desayuno de frutas, café y unos exquisitos panqueques con sirope. De vuelta en la cabaña, mientras nos cepillábamos los dientes en la balconada, descubrimos un espectáculo que nos dejó alucinados.

Habíamos visto salir corriendo a un colibrí y, fijándonos con un poco más de detalle, vimos como un colega suyo no había tenido la misma suerte. Una culebra verde hoja (aquí le llaman "bejuquillo") acababa de atrapar ese pequeño y veloz ave, habiendo agarrado su cabeza, que es lo que en esos momentos trataba de hacer pasar por sus mandíbulas.

Viendo el tamaño de la serpiente y observando el grosor del pájaro, parece imposible que tal hazaña se pueda llevar a cabo, pero después de media hora observando el proceso, os podemos asegurar de que el reptil se traga por completo al pobre con sus alitas y todo incluido. Estábamos absortos, observando paso por paso algo que, seguramente no volveremos a ver otra vez en esta vida (sólo por cortesía de BBC, NatGeo o Discovery). Arei no cabía en sí de asombro (a la par que estaba apenada por el pobre bicho) pero nosotros dos estábamos igual de entusiasmados. Lo tenemos ampliamente documentado, así que ya os pasaremos fotos. Espeluznante!!!!!!!

Después de tal despliegue, cualquier incursión parecía liviana. Nos fuimos a pasear por el pueblito y a visitar el museo local, bastante modesto pero curioso. La que mejor lo pasó fue Areia, que hizo amistad con "la Pati" o Keila Patricia, la hoja de la cuidadora (y también hija de Julio, el dueño de la pensión donde no pudimos quedarnos). Aprovechamos para relajarnos en un banco, charlar y disfrutar del paisaje mientras corrían cuesta arriba y cuesta abajo.

De vuelta a su casa, en el Mire Estrellas, se pusieron a bañarse en el lago. Yo acabé por quedarme dormida en una hamaca, dejando al pobre Miguel observando la vida diaria de la comunidad de hormigas y vigilando las incursiones de las niñas en el kayak.

La vida, como os podéis imaginar, transcurre algo más que despacio.

Quisimos recoger y volver a nuestra pequeña esquina de San Fernando para cubrir un sendero, del Trogón, que nos llevaba a un mirador. Primero hicimos la versión "despiste" que nos llevó a un par de casas (un pequeño equívoco) pero descubrimos una fila de más de 100 metros de hormigas comedoras de hojas que habían organizado una especie de autopista que bajaba desde un altísimo cedro (donde las ramas inferiores estaban totalmente peladas) y recorrían un extenso camino con sus trocitos sobre las espaldas. Era como observar un río de trocitos y briznas moviéndose mágicamente por entre la tierra. Impresionante.

Retomamos el camino "correcto", escuchando los impertérritos ruidos de la selva y aguantando las mordeduras de algunas hormigas algo antipáticas. Tras 20 minutos caminando, de pronto el sendero se cerraba por completo. El campesino encargado de la limpieza de ese trozo parecía no haber cumplido con su parte del trato y la vegetación se había apoderado por completo de todo. Miguel intentó seguir pero salió de inmediato "escaldado" al toparse con plantas urticantes que le quemaron toda la pantorrilla derecha. Deshicimos camino y volvimos a la "seguridad" de nuestra cabaña.

Disfrutamos, como no, otra tarde de una espectacular puesta de sol. Areia nos pidió permiso y se fue a jugar con Patricia al otro lado de la isla. Cuando anocheció y Dª María nos avisó que la cena estaría lista en breve, me acerqué a buscarla y se despidió efusivamente de su nueva amiga. Un plato de tilapia muy bien acompañado nos esperaba sobre el mantel y el día empezaba a replegarse.

Nuri, el loro del hotel, no había conseguido bajar del árbol (no vuelan apenas) y Shura, la perra, tampoco lograba convencerle. Yuri, la lapa, parecía descansar y no insistir más cerca de la cocina. Las iguanas, por su parte, se recogían también con la puesta de sol.

Los que no perdonaban y salían para saludarnos eran los sapos gigantes que cruzaban constantemente el camino. Llevábamos la linterna sólo para evitar plancharlos sobre la calzada o darles un buen patadón. Levantan cerca de 15 centímetros del suelo. Son auténticos tanques como para tropezar con ellos...

Un día de relax pero muy intenso. Habíamos visto cosas y experimentado situaciones diarias para la naturaleza pero inquietantes para nosotros. Dormimos con miles de imágenes en la retina que no olvidaremos en muchos años.

















miércoles, 10 de agosto de 2011

Chapoteando en la selva tropical

El madrugón ya no duele después de tantos días y desayunar a las 6 es de lo más corriente. A las 7 habíamos quedado con Juan, el guía que debía acompañarnos a la excursión de Río Bartola. Por fin habíamos conseguido un grupo con el que compartir la barca y los gastos. Finalmente, por 12.5 dólares por cabeza (Areia gratis) teníamos 5 horas de paseíllo y un baño de colofón.


Tras un buen desayuno de huevo revuelto con gallopinto y aguacate, limonada, fruta (papaya, sandía y piña) y café, nos hemos probado las exquisitas botas de agua con las que hacer la travesía a pie. Las de Areia nos las dejaron ayer en la oficina de Intur, unos números más grandes (lo único que quedaba) y cuando se las fue a probar, salieron despidas y agobiadas una familia de cucarachas que debían habitar desde hace algunos días. Avisada y cauta, las ha sacudido antes de volver a ponérselas, pero, no contenta con la maniobra, no ha cejado en su empeño hasta que la más testaruda de todas ha acabado estampándose contra el suelo y chafada por la mismísima bota empujada por el ímpetu de Areia.


Listos como estábamos para la partida, nos hemos montado en el bote. Nos acompañaban 5 vascos con los que hemos coincidido en el hotel. Dos familias que llevan varias semanas viajando ya, una con una hija adolescente y otra con otra de unos 15 años también y otro de 7, que ha hecho sus migas con la peque.


Mientras Juan nos iba explicando los pormenores del Río San Juan (200 kms desde el lago Managua hasta su desembocadura en el Caribe) hemos visto en una de las orillas unos coatíes o pizotes, una especie de roedor con la cola larga y el morro alargado (recuerda al oso hormiguero con una mezcla de mapache), omnívoro y que es también un gran trepador. Hemos observador aves y tortugas en nuestro camino hasta el Bartola, un afluente que corre junto al San Juan y que conforma también una de las fronteras de la reserva natural Indio Maiz, la que hemos ido a visitar.


En la entrada, guardada por personal militar (estamos en la frontera con Costa Rica y la presencia es constante) estaba Daniela, una mona casi ya mascota de la tropa, a la que no nos hemos acercado por estar embarazada y un tanto protectora y agresiva. Una vez puestos nuestros nombres, hemos comenzado un sendero que nos iba a llevar un par de horas de recorrido.


El primer tramo estaba en un estado bastante aceptable. Caminar con las botas de agua parecía incluso exagerado. Hemos empezado a observar flora curiosa: Anatol, una planta anestesiante que nos ha dejado la boca adormilada al mordisquearla, almendros salvajes (nada que ver con los nuestros ) de más de 20 metros de altos, lianas de escalera de mono, lianas de agua, troncos finos, gruesos, retorcidos. Hemos aprendido la diferencia entre un bosque primario y uno secundario, y, sobre todo, que no debíamos agarrarnos a ningún tronco. Dos peligros principales acechan desde las ramas: las serpientes (el menor de los peligros) y las hormigas balas.


Los pequeños insectos de unos 5 centímetros de longitud (no es una exageración fruto del espíritu de aventura) son unos auténticos peligros. Les llaman también hormigas 24 porque dicen que el dolor dura 24 horas. Lo de “bala” parece ser porque su picadura duele tanto como ser atravesado por una bala. Pueblan troncos y pasean tranquilamente por el suelo. Pisarlas no causaba gran problema (con las superbotas no íbamos a enterarnos) pero tocarlas no sería tan divertido.


A medida que nos íbamos adentrando en la selva, la sensación de agobio de pensar lo que debe sentir uno totalmente perdido, iba in crescendo. Imaginarlo no resulta nada agradable. Nosotros teníamos un camino medianamente marcado, un guía y un día espectacular, soleado (pero, por suerte, algo cubierto) y luz para ver por dónde caminábamos. Juan nos iba desentrañando algunos secretos mientras nosotros tratábamos de seguir el ritmo de disfrutar de todos los detalles.


El paseo era la pesadilla de una persona tiquismiquis pero el ensueño para alguien que, como yo, adoro pisar el barro. El momento perfecto para ponerse hasta arriba. Con la excusa de las botas de agua, podíamos hundirnos hasta la rodilla (casi) en el sendero con cierta comodidad). Areia estaba algo reticente al principio (tiraba por las orillas buscando zonas secas) pero cuando ha aprendido a lidiar con el lodo, ha disfrutado como la que más.


Dos horas de “splash splish”, observando ranitas rojas del tamaño de una falange, otras de estampados imposibles, pájaros coloridos y escandalosos, insectos espeluznantes, mariposas coquetas y, como colofón, algunos esquivos monos arañas en las copas de los árboles atravesando la selva de un lado a otro con sus crías a la espalda.


Sudados, embarrados y boquiabiertos, nos hemos sacado las botas para subir de nuevo en la barca para dirigirnos a un pequeño remanso del Río Bartola y poder darnos un baño. Estábamos a unos 200 metros más arriba de donde habíamos divisado el último cocodrilo. Juan nos aseguraba que –hasta el momento- los estupendos bichos no solían visitar ese idílico rincón. Confiados y con ganas de agua, nos hemos dedicado a jugar contra la corriente del río sin pensar en restos de ningún saurio.


A mediodía llegábamos de nuevo a El Castillo. En el hostal nos hemos refrescado, despedido de los vascos (que partían hacia San Carlos) y hemos optado por tomar algo para aguntar hasta la cena. Mayren nos ha preparado un plato con plátano y queso frito para chuparse los dedos. Mientras tanto, Areia, que había ido a visitar a su amiga Maylena, se ha encontrado que esta salía en ese momento para la escuela. Su chasco se ha vuelto alegría al verla volver al cabo de una hora.


Entre tanto, nos hemos encontrado de nuevo a Manuel, un guía que pasa gran parte de su tiempo en España (trabajó en Doñana) y que nos ha conseguido un “escape” con el que no contábamos. De nuevo (por milésima vez) hemos cambiado de planes y posiblemente (aquí nunca nada es seguro) vayamos a las Solentiname, un viaje que habíamos desechado por falta de dinero (sobre todo) y tiempo (esperar el transporte público nos llevaba varios días). Si todo sale bien, al menos podremos conocerlas un par de días.


Está anocheciendo. Hace una hora que ha vuelto la luz (desde las 10 de la mañana) así que hay que aprovechar mientras dure. Areia se ha quedado con Allison y Valeria, en casa de Mairela. Ahora iremos a cenar con ellos. De momento, cuando hemos pasado a la vuelta, estaba tirando petardos con ellas (horror, nosotras que siempre huímos de las fallas y ahora me sale con esa vena!!!!)


Esta ciudad es una gozada. Apenas son un par de calles que discurren paralelas al río, pero (gracias también a un exitoso proyecto de cooperación) las casas están arregladas, pintadas de colores pastel y con pequeños jardines en la entrada. Todo en general está aseadísimo y limpio. La conciencia medioambiental es clara en este lugar y da gusto pasear. Incluso conviven tranquilos con sus caimanes domésticos que pululan bajo los pilotes de los hoteles. Son casi mascotas de la casa y la gente se conoce sus horarios.


Mañana saldremos tranquilamente por la mañana, con idea de volver a San Carlos y ver si el apaño de Manuel nos lleva por fin a las deseadas islas. Os iremos contando!!!

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Río arriba. Asalto a El Castillo

La panga de regreso hacia San Carlos salía a las 8. Era la misma que nos había traído, así que ya nos conocíamos las caras y estaban sobre aviso que, seguramente, nos veríamos de nuevo. Optamos por no demorarnos más en San Juan, ya que las opciones eran mayores desde El Castillo y parecía que nos veíamos de nuevo estancados en el lugar (en un principio hasta el jueves) si optábamos por permanecer. Estaba claro: río arriba!

Nos despedimos con pena de Edgar, a quien agradecimos su fantástica compañía y todas las enseñanzas, le felicitamos por su ingente labor y su peculiar devoción, que era, obviamente, contagiosa. Miguel fue a capturar al vuelto algunos pastelillos y subimos en la barca, con calma y disfrutando del paisaje a la inversa y a contracorriente.

En unas cuatro horas habíamos alcanzado El Castillo. Allí nos despedimos de Dani, que proseguía un rato más e improvisaba también su día a día (había intentado cruzar por Barra del Colorado a Costa Rica, pero le garantizaban sello de salida, pero no de entrada, así que decidió abortar la idea). Llovía a mares cuando bajábamos, por lo que hicimos un pequeño alto en el Cofalito a tomar un café, momento que Areia aprovechó para hacer amistades con Melanie, con quien se puso a jugar, a balancearse en las hamacas y finalmente, a ver una película. Mientras tanto, nosotros valorábamos opciones.

Optamos por alojarnos en el Albergue el Castillo, que estaba a apenas 50 metros, justo sobre la plaza principal y con una fantástica vista sobre el río. El lugar es espectacular, un inmenso "chalet" de madera de un par de pisos, con habitaciones en la parte de arriba, una inmensa balconada plagada de hamacas y mecedoras. Nos prepararon una triple (con ventilador y mosquiteras) y, aprovechando que había cesado la lluvia, decidimos salir a dar una vuelta.

Nos encaminamos al mariposario, en lo alto del cerro, junto a la "loma Nelson", pero todavía estaba cerrado, así que pensamos en visitar el castillo (que le da nombre a la ciudad), una fotaleza construida por los españoles entre 1673 y 1675 para protegerse de los ataques piratas.

Curiosamente, fue un jovencísimo Horatio Nelson quien la tomó años más tarde, asaltándola por tierra desde una zona más alta. Al parecer, los españoles tampoco opusieron gran resistencia (y eso que las fuerzas inglesas venían mermadas por falta de alimentos y agua) puesto que, como luego se comprobó, la zona estaba infestada de mosquitos de malaria y el ejército inglés acabó cayendo en unos meses por causas más "naturales", circunstancia que, como es de esperar, aprovecharon los hispanos que acechaban para reconquistarla.

Desde entonces el edificio ha sido centro de luchas, controversias y episodios llenos de historia. También fue escenario de un encarnizado enfrentamiento entre sandinistas y contra. En 1993 se decidió su restauración, gracias a un proyecto de AECI (cooperación española) del V Centenario y desde hace un par de años tiene un flamante centro de visitantes.

Ogla, la guía del lugar, nos hizo de perfecta anfitriona. De fluctuante verborrea y personalidad chisposa, nos contaba con detalle todo lo referente a la prehistoria del lugar, los ataques diversos y la historia de todo el río. Areia, algo perdida y aburrida, deambulaba por las salas haciendo resonar las chimeneas de hierro de los antiguos vapores.

Se despertó al ver la biblioteca donde los estudiantes de la cercana escuela hacían sus "tareas". Miguel le sopló a Ogla que yo era filóloga y al final me tocó hacerle los deberes a una chavala de secundaria. Visto el filón, Ogla aprovechó para preguntarme unas dudas y darme sus listas de frases en varios tiempos verbales para corregirlas.

Pasamos un rato largo en su compañía pero nos divertimos mucho viéndola parlotear y riéndonos con su plática. Ya se nos había hecho la hora de ir al mariposario (casi era ya la de cerrar) y allí estuvimos viendo como crían los huevos, los separan, los supervisan en el periodo de pupa (de 8 a 22 días) y luego las van soltando en un jardín cerrado que tienen para poder observarlas de cerca. Nos alucinó la "caligo", un ejemplar de gran tamaño que cuando vuela tiene un intenso color azul pero al cerrar las alas apenas parece una parte de un tronco de árbol.

El calor en el recinto era casi insoportable (lo peor de aquí es la humedad y la pérdida constante de agua) así que hicimos nuestra salida con intención de buscar un sitio donde cenar. De vuelta en el Albergue me encontré con un grupo de vascos y comenzamos a hablar. Al parecer, ellos habían reservado un tour para el día siguiente, el mismo que nosotros estábamos esperando. Por la mañana habíamos contactado con Mildred y le habíamos avisado de que si había más gente, estábamos interesados en ir a Río Bartola. Nosotros solos no podíamos afrontar el pago.

Al hablar con Marga, me confirmó que ellos habían ya cerrado trato en el Intur. De hecho, les comentaron que contaban con nosotros. Cogí la mochila y bajé corriendo a cerrar el trato y pagar los honorarios. Al final salía por un precio asequible (Areia no pagaba) y a las 7 podíamos salir todos en un recorrido de unas 5 horas por la selva tropical.

Una ducha más tarde, estábamos listos para la retirada. De pronto la luz se fue y no tenía visos de volver el breve. Preguntamos dónde se podía comer y nos dijeron que tal vez "donde Vanessa" tuvieran equipo. Sólo vimos dos casas con generador, el Nena Lodge y la pulpería del "cacique" del pueblo. Acabamos por improvisar y topamos con la casa de Mayela, el comedor Allyson. Pasamos al piso de arriba, una terraza junto al río. Nos trajo un par de velitas y le dio al ambiente más magia aún si cabe. La luna en estas latitudes, más aún con la falta de luz eléctrica, proyecta tu sombra de forma sólida.

Nos deleitó con unos platos de pescado mágníficos pero sobre todo su compañía fue espectacular. Estuvimos un buen rato de charla, ocasión que Areia aprovechó para jugar con Allyson (la hija de Mayela, de 7) y Valeria (su nieta de 5 años) Las oíamos gritar como posesas, correr y esconderse. Jugaban a policías y ladrones por todas las casas de alrededor, en plena oscuridad y dándose sustos. Eran cerca de las 21 cuando arrastrábamos a la peque fuera del local, con mucho sudor y pocas ganas. Habíamos pasado una velada estupenda en compañía de esta familia. Les prometimos volver al día siguiente (con muchísimo placer) para que también las enanillas pudieran jugar un rato.

En esta parte de Nicaragua hemos encontrado una gente maravillosa. El río tiene algo que no sabríamos explicar, pero la magia es tremenda. Todos son conscientes de su valor y lo cuidan como algo propio. No ves basuras, la gente es consciente de que el medio ambiente es su futuro y miman cada rincón sabiendo que todo es una fuente de ingresos. Pero, más que nada, su humanidad y generosidad nos tienen boquiabiertos. Siempre dispuestos a echar una mano, a ayudar en lo que ellos puedan alcanzar.

Esta gente es, sin duda, digna de ser admirada.


¿Qué toca hoy?

¿Qué toca hoy?
Lo que nos depare el día (por cierto, ¡son de verdad!)