Debo advertir que, aquellos que pretendan tomarse uno rapidito antes de subir a la oficina o cuando bajan a almorzar, lo tienen crudo. Tomar café requiere su tiempo (y el de los demás), no tener ninguna prisa y disfrutar de la velada. Por eso nos acostumbramos a pedirlo, o bien cuando no teníamos otra cosa que hacer (bastante a menudo), o un buen rato antes de que nuestro cuerpo incluso tuviera apetencias de cafeína (eso se llama planificación). He tratado a veces de extrapolar la situación a nuestro mundo diario, pero no me imagino yo a las camareras del bar de abajo dejando de poner cestas de pan, de correr cambiando los cubiertos o de dejar de atender la campanita para sentarse en el taburete, respirar hondo y ponerse a preparar el famoso oro negro.
Primero he de dar una pequeña lección de historia: el café proviene de Etiopía (¡toma ya!). No, no venía con Lucy y surgió del Rift, pero sí fue un pastor avezado llamado Kaldi en el s. IX quien se dio cuenta de que sus animales, al ingerir ciertas bayas de algunas plantas, se volvían algo inquietas (por no decir que tiraban p'arriba en la montaña sin parar). Llevó su descubrimiento a un monasterio, donde primero lo tildaron de demoniaco y les pareció asqueroso (intentaron cocinar las bayas y les supo a rayos), pero luego descubrieron al tirarlo al fuego que el olor que desprendía era celestial (por tanto lejos de ser pecaminoso) y que, haciendo un brebaje de esa manera, les venía estupendamente para que no se les cayera la cabeza en sus plegarias nocturnas. Su uso empezó a extenderse pero no fue hasta el s. XV que se empezó a conocer la bebida del café como ahora la entendemos, fraguándose en Turquía (donde se fundó la primera cafetería) y extendiéndose a todo occidente. Siglos más tarde, este producto supone el sustento de millones de personas en todo el mundo y es, después del petroleo, la mercancía más habitual en el planeta.
Y, si vamos al grano (nunca mejor dicho), os relato más o menos en qué consiste la famosa "ceremonia del café".
Todo empieza con un pequeño taburete, un hornillo de carbón y una mesita bajita sobre la que se apoyan numerosas tacitas de loza china. La "cafetera" (muchacha que hace el brebaje) primero ha de calentar el carbón, ponerlo al rojo vivo y, cuando ya está listo para freír hasta el más crudo, coge una pequeña sartén (o un cacito reciclado, hecho a veces de antiguas latas) para tostar los granos verdes. Toma la cantidad necesaria (no más) para la jarra que va a preparar y, en el momento que está empezando a echar humo, lo acerca a los futuros bebedores para que aspiren el aroma. En ese instante está muy bien soltar algo así como "Betam toro nô" (o lo que te acuerdes, mientras no sea algo grosero) para que la señora se vaya contenta.
Acto seguido, cuando ya ha adquirido su colorcito preciso, coloca los granos en un mortero ad hoc (chiquitín y recatado) y lo va moliendo manualmente con una especie de maza (lo hemos visto hacer incluso con una barra de acero de un encofrado). Una vez desintegrado (para entonces, el olorcillo que sube por el local ya te tiene colocado), lo pone a hervir en una cafetera especial, llamada jebena, de cuello estrecho y base esférica. El secreto de que los posos no se mezclen con la bebida está en la mano de quien lo prepara y sirve. De un recipiente pueden salir de 2 a media docena de cafés. Dependiendo también del tamaño. Suelen hacerlo totalmente a medida, por lo que si les pides dos, tendrás que esperar otra media hora para repetir.
Para amenizar la espera, a la vez, en otro hornillo (esto no siempre es posible) te hacen unas palomitas. Eso sí, aquí vienen sin peli, azúcar o sal. Pero están más ricas- será que el maíz no está tan manipulado como en nuestras tierras. En ocasiones la tacita viene ya con azúcar incluido- tal cantidad que puedes plantar la cuchara, pero cada vez es más habitual que seas tú quien decidas el futuro de tu glucemia o si quieres pasar del subidón, con lo que una azucarero pasará por tus manos o un vasito con una cierta cantidad de granos refinados para tu elección.
Por supuesto, después de la primera taza te entran ganas de más. Entonces, cuando la chica que sigue resoplando delante del hornillo te mira con el morro torcido, tú le sonríes de vuelta y se lo pides por favor... La verdad es que NUNCA tuvimos pegas para pedir cuantos cafés deseamos. Lo ven tan normal como nosotros preparar una tortilla de patatas pero, lo dicho, nada de tomarte un "espresso" rapidito.
Hasta para lo más futil en Etiopía se necesita TIEMPO.